Chirbes no consigue ningún éxito de critica y
lectores, pero en Alemania, gracias a una audaz traductora, un valiente
editor y el papel mediático del crítico por excelencia Reich-Ranicki,
se convierte en un auténtico acontecimiento.
Gregorio Morán
En agosto hay que tratar de no ponerse enfermo, ni llamar la atención
en nada. Si te duele algo debes aguantar hasta septiembre y si no te
duele pero te preocupa, no tientes a la suerte de ir a urgencias para
ninguna cosa que tenga que ver con tu vida: un sanatorio, un banco, unos
amigos, una cocina decente. Y sobre todo, no se te ocurra morir en
agosto porque tendrán que buscarte dentro de muchos años en las
hemerotecas. En agosto lo único que se te permite hacer es salir a la
vida, nacer, y ser un leo, arrogante, provocador y desdeñoso de los
tontos de la playa. Es pena, yo soy leo y Rafael Chirbes era cáncer,
gentes entusiastas pero ciclotímicas, aseguran.
El 15 de agosto, a los 66 años, murió Rafael Chirbes, el más notable
de nuestros escritores de la generación posfranquista, por decirlo de
alguna manera. Porque si es verdad que ha habido una plaga de novelistas
escribiendo como obsesos tras los premios, no quedará más que él, lo
digo con autoridad de brujo y de leo. En agosto las necrológicas son de
circunstancias y ocurre con la literatura como con las actrices de
tronío; tienes un tiempo para que se te recuerde; breve y a tenor de sus
faralaes. No se reiría el muerto si pudiera leer las palabras engoladas
del inane académico Muñoz Molina, que recibió el cadáver con estas
inmarcesibles palabras: “Hay estupor y tristeza al enterarse en una
tarde de sábado silencioso de agosto que acaba de morir Rafael Chirbes”.
¡Y olé, maestro, que la Misericordiosa se apiade de tu pluma!
Los detestaba, digan ellos lo que quieran. Esa faramalla de
plumillas, trepas siempre, académicos de la lengua española estofada
–cada vez más estofada y menos lengua– donde reinan herederos de aquel
Juan Benet, cuando no de Ernst Jünger y sus tormentas de acero
protegidas por los cañones Krupp y sus diarios sensibles de persona
acostumbrada a la crueldad que él no practica pero observa. Los
hispanistas alemanas, alguno que traté hacia 1969, se sorprendían que
una prosa germana tan arcaica y desabrida fascinara a los paletos
cosmopolitas españoles.
Rafael Chirbes fue un escritor más bien tardío. Empezó en la novela
cuando se le sacudió el cuerpo, como a los grandes, y descubrió que
tenía mucho que contar y una vida tan jodida que debes medirte y
empujar, porque si no lo haces tú, no lo hará nadie. Primero apareció
Mimoun (1988), un relato que se lee como una de esas novelas de viajeros
en tierra insólita –el Marruecos vecino a Fez, donde Chirbes dio
clases–. Queda al aire su sexualidad, ambivalente, y una violencia que
nace de la derrota y de la rabia. Se publicó gracias a las eternas
bondades de Carmen Martín Gaite y al metomentodo Pombo, que si no
probablemente seguiría en un cajón de donde la sacó Herralde, el editor,
que hasta le concedió el privilegio de hacer compañía a un premiado
escritor todo terreno, Vicente Molina Foix, que era amigo del jurado y
hombre de mundo; trataría a Stanley Kubrick. Pasó sin pena ni gloria,
que yo recuerde.
Chirbes, el gran Chirbes, el hombre capaz de convertir reportajes de mierda en obras maestras de la cultura europea. Gastrónomo de la generación de Vázquez Montalbán, es decir, gentes de una cultura limitada en un campo en el que habían partido de pobres: pan y aceitunas… Fue crítico ambulante de la revista Sobremesa y alcanzó un nivel de experto. Venía de la cárcel de Carabanchel como militante antifranquista, y antes del Colegio de Huérfanos Ferroviarios de Ávila y León, grandes perolos de legumbres. Su padre se suicidó cuando él tenía cuatro años y su madre hizo de guardagujas hasta que la detuvieron. ¿Alguien que no militara en un partido maoísta iba a tener el sarcasmo de denominar La larga marcha (1996) a una de los escenarios más intensos de la literatura española de posguerra, comparable a su gran maestro Max Aub y con deudas evidente de Galdós, su dios tutelar?
Mejor aún en su sarcasmo, La caída de Madrid (2000). El relato estrambótico del 19 de noviembre de 1975, vísperas de la muerte del Caudillo, contemplado por el grupo de revolucionarios que al día siguiente iba a cambiar el mundo.
Chirbes, el gran Chirbes, el hombre capaz de convertir reportajes de mierda en obras maestras de la cultura europea. Gastrónomo de la generación de Vázquez Montalbán, es decir, gentes de una cultura limitada en un campo en el que habían partido de pobres: pan y aceitunas… Fue crítico ambulante de la revista Sobremesa y alcanzó un nivel de experto. Venía de la cárcel de Carabanchel como militante antifranquista, y antes del Colegio de Huérfanos Ferroviarios de Ávila y León, grandes perolos de legumbres. Su padre se suicidó cuando él tenía cuatro años y su madre hizo de guardagujas hasta que la detuvieron. ¿Alguien que no militara en un partido maoísta iba a tener el sarcasmo de denominar La larga marcha (1996) a una de los escenarios más intensos de la literatura española de posguerra, comparable a su gran maestro Max Aub y con deudas evidente de Galdós, su dios tutelar?
Mejor aún en su sarcasmo, La caída de Madrid (2000). El relato estrambótico del 19 de noviembre de 1975, vísperas de la muerte del Caudillo, contemplado por el grupo de revolucionarios que al día siguiente iba a cambiar el mundo.
Las novelas de Rafael Chirbes no se vendían ni se publicitaban en
España. ¡Oh, ese realismo tan falto de la agudeza que denunciaba Juan
Benet, el constructor de pantanos, el que anegó hasta asfixiarla a la
humilde literatura española para luego dejarla como una charca para
carpas y lucios, muchos lucios! Chirbes fue el escritor español más
leído en Alemania y en ediciones de muchos miles de ejemplares, gracias
al talento de sus traductores y a la sensibilidad de críticos tan agudos
y prepotentes como Reich-Ranicki.
Fíjense si estaría lejos ese abandono de tu propio país, que te va
arrinconando hasta que mueres de asco y de acedía, que el artículo más
agudo que se ha escrito nunca sobre aquel chico de la ceja y la sonrisa
de chocolatina, el inefable presidente Zapatero, fue obra de Rafa
Chirbes, se titulaba “En la mesa de los caníbales”, lo publicó el
Frankfürter en mayo del 2010, y lo conocimos por Rafael Poch, en su web.
El Gran Chirbes llega a la novela tras ser un militante activo de un
grupo maoísta, tan activo que entrará en la cárcel de Carabanchel. Por
respeto a su persona no cito a algunos de sus compañeros de grupo; uno
ministro de Felipe González y otra académica de la lengua, entre otras
figuras. Era un tema que le sumía en una depresión profunda. El orgullo
de aquella época le quedará grabado toda la vida. Un niño nacido allá
por levante en el año 1949, en un pueblo sencillo de Valencia en el que
todos son sospechosos de colaborar con los republicanos. ¡A tantos
payasos de aquí, habría que recordarles que Valencia, esas valencias
desdeñadas por ellos, fueron el último y el más digno refugio de la
República!
A sus cuatro años desaparece su padre. Se suicida. Su madre ocupa el oficio de guardagujas, luego detenida. El Gran Chirbes, a falta de otra cosa que hacer con él, le envían al Colegio de Huérfanos Ferroviarios (Ávila y León). Hay variadas referencias, evidentes y brutales, en sus libros. Es la posguerra y hasta que salta a Salamanca y luego a Madrid, porque resulta un estudiante excepcional, es como un condenado hijo de rojo.
A sus cuatro años desaparece su padre. Se suicida. Su madre ocupa el oficio de guardagujas, luego detenida. El Gran Chirbes, a falta de otra cosa que hacer con él, le envían al Colegio de Huérfanos Ferroviarios (Ávila y León). Hay variadas referencias, evidentes y brutales, en sus libros. Es la posguerra y hasta que salta a Salamanca y luego a Madrid, porque resulta un estudiante excepcional, es como un condenado hijo de rojo.
Luego la universidad. “¿Sabes, me escribió en uno de los correos
impresionantes que tuve el honor de compartir, que Ricardo de la Cierva
me echó de sus clases? También me echó el teniente de coronel de
Caballería Moxó, que daba Historia Medieval…”. Escapó como pudo y se fue
a Fez a dar clase de no sé qué y allí escribió su primera novela
Mimoun. Un retrato personal de una audacia sexual y sociológica insólita
para la época (1998) .
Para un maoísta, como lo había sido Rafael Chirbes, escribir La larga
marcha (1996) tenía algo de provocación. Está jugando con una leyenda
de la Revolución China para relatar la miseria de la España de
posguerra. Cuando haga La caída de Madrid aún llegará más lejos, el mito
se convierte en el relato de los jóvenes españoles formados en una
universidad con profesores radicales, ante el inquietante 19 de
noviembre de 1975, vísperas de la muerte del Caudillo y el final de
mitos y leyendas de la izquierda radical.
Confesémoslo porque no habrá de figurar en nuestras adocenadas
historias de la literatura. Chirbes no consigue ningún éxito de critica y
lectores, pero en Alemania, gracias a una audaz traductora, un valiente
editor y el papel mediático del crítico por excelencia Reich-Ranicki,
se convierte en un auténtico acontecimiento. A partir de entonces se
puede decir del escritor español Rafael Chirbes que vive de los lectores
alemanes. Centenares de miles de ejemplares. Autor Primero de España, a
quien casi nadie lee, y Quinto de Alemania. Como el Emperador Carlos.
Hizo un libro redondo, Crematorio (2008), y le llegó esa gloria
hispana y pegajosa que te otorgan después de muchos años de desdén y
ninguneo. Y se fue dejando morir. Uno enferma también de pura
indignación histórica. La estupidez mata porque es contagiosa.
La Vanguradia DdA, XII/3070
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