A mi me
molesta el ruido, de manera que escaparé
lo más lejos posible del estruendo, aunque no lo haré por temer a convertirme en un
belicista, sino por temor a quedar sordo.
Jaime Poncela
Si tengo que ser sincero les diré que me parece tan infantiloide el
festival aéreo organizado para el domingo en Gijón como la perreta que
ha cogido cierta progresía local por rechazar su celebración. Me da que
están tan fuera de lugar los que piensan que estas cosas sirven para
elevar el espíritu nacional por el lado militar, como quienes creen que
corrompen a la sociedad, a la “gente” que llena por miles El Muro ajena a
que están siendo aleccionados por los poderes reaccionarios. A mi me
molesta el ruido en casi todas sus modalidades, de manera que escaparé
lo más lejos posible del estruendo de helicópteros, cazas militares y
patrullas acrobáticas que se precipitará sobre nuestras cabezas desde el
cielo gijonés, aunque no lo haré por temer a convertirme en un
belicista, sino por temor a quedar sordo. Pero es que yo soy un poco
rarito, así que no valgo como media ponderada. Lo que no se puede dejar
de reconocer es que, por lo general, a la gente siempre nos ha gustado
ver pasar los trenes y los aviones, ir a El Musel a ver de cerca el Juan
Sebastián Elcano (barco militar, oh Dios) y mirar las procesiones, los
desfiles y cualquier cosa que se salga de la aburrida rutina cotidiana,
ya sea un hidroavión, el carru de Telones, el coche de los bomberos o la
burra de Antoñico. Esto es lo que hay por mucho que a algunas personas
se les haya metido en la cabeza cierta obsesión norcoreana por reeducar a
toda una sociedad en determinados valores, todos muy loables desde
luego, pero algo sacados de quicio.
Pensar que quienes van a ver los aviones al Muro o quienes los traen a
Gijón son unos belicistas de tomo y lomo dispuestos a invadir Polonia
(o Cataluña), o que los niños allí presentes bajo el estruendo de las
aeronaves se sentirán como los pobres críos palestinos bombardeados por
la aviación israelí en Gaza, es tan grotesco como sostener que quien
vaya a ver el desfile del orgullo gay terminará por cambiar su opción
sexual o que legislar sobre el aborto lo convierte en obligatorio.
Recuerdo que hace unos años propusimos a los organizadores del Festival
de Piano de Gijón colocar en el paseo de Begoña un piano por el que
pasarían decenas de pianistas durante horas para divulgar en directo las
bondades y bellezas de este noble instrumento. Pese a las dudas sobre
las aficiones musicales de los viandantes, la idea fue un éxito y sigue
haciéndose a día de hoy. Ignoro si tal iniciativa consiguió elevar el
nivel musical de la ciudad o la nómina de pianistas. La gente se lo pasó
bien un rato y ya está.
Los integrismos puritanos son cargantes y aburridos porque no dejan margen al humor y al debate. Hace
cuarenta años estuvo en boga la teoría de que los juguetes bélicos
harían de los niños unos asesinos en serie al llegar a la edad adulta.
Les diré que durante buena parte de mi vida infantil jugué con
soldaditos y tuve un consistente arsenal de pistolas de restallos con el
que dejé a mi paso un reguero de cadáveres de palo. Pese a que la
teoría pedagógica del momento hubiera vaticinado para mí un futuro
paralelo al de Charles Manson tengo a gala haber sido objetor de
conciencia en los tiempos en los que ni siquiera había ley que regulase
tan opción. Fui amnistiado en 1989 sin haber pisado un cuartel.
Quienes creen que el festival aéreo del domingo es una reivindicación
de la patria española y un aviso militarista a los rojos, comparten en
el fondo la misma paranoia conspirativa que quienes se desgañitan para
que se prohíba la exhibición. Los extremos se tocan. Menos mal que aún
queda gente básicamente normal que solo quiere divertirse media hora
viendo pasar los aviones. Y poco más.
Artículos de Saldo/DdA, XII/3035
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