La corrupción atenta contra la propia
noción liberal de la ciudadanía, generando una sensación permanente de
estafa.
Lazarillo
Hace unos días nos enteramos de que Podemos ya tiene su patronato, el Instituto 25 de Mayo para la Democracia, fecha en la que el citado partido obtuvo su primer éxito electoral en la elecciones europeas. Se financiará través de las donaciones de
sus socios, que podrán ser de carácter simbólico y estudiará si acepta subvenciones del Estado. Por el momento,
a falta de fondos iniciales, el capital fundacional es de 30.000 euros y
procede del partido. El principal responsable y presidente del patronato, el sociólogo y editor Jorge Lago, explica que la idea surgió
para profundizar en la cultura política y para dar salida a "un espacio
de reflexión en el ámbito programático". La fundación promoverá debates
como las jornadas sobre "rescate ciudadano" que se celebran la semana
que viene y en la que intervienen expertos, docentes e invitados como el exempleado del HSBC Hervé Falciani. Las actividades del organismo incluyen el desarrollo de una página
web para alentar el debate entre los socios y la publicación de una
revista trimestral, La Circular. Una de las firmas del primer número es la de Íñigo Errejón, a las que se suman la de la exjuez Manuela Carmena,
candidata de Ahora Madrid al Ayuntamiento de la capital, y una entrevista con el primer
ministro griego, Alexis Tsipras, uno de los referentes de Podemos en la
política europea. Por su indudable interés, insertamos el artículo de Errejón:
Íñigo Errejón
Para entender el momento presente, si ha habido alguna suerte de
agotamiento de aquella cultura y de aquel relato que mantenía
cohesionado un entramado social determinado y un reparto claramente
asimétrico de papeles y de recompensas, tenemos que pensar en qué medida
la Transición fue un ejercicio de revolución pasiva. No en el sentido
de mentira, engaño, manipulación o rendición de unos, sino de inclusión
subordinada de los sectores populares al Estado; subordinada, pero
inclusión. Los dos términos, al ponerlos juntos, no pretenden
neutralizarse, sino matizarse y hablar de un equilibrio, de cómo los más
humildes encuentran mayores posibilidades de incidir en el Estado.
El Estado, por tanto, se transforma ─no se hace un simple lavado de
cara, no es un engaño─, de tal manera que las gentes del común pueden
esperar más del orden existente a cambio de renunciar a una buena parte
de los objetivos de los sectores más avanzados, de los sectores más
rupturistas. Se trata, al fin y al cabo, de un pacto social que permite
pensar: “Yo, como ciudadano, tengo elementos que no me obligan a ser un
héroe para intervenir en la política, de tal forma que le pueda dejar
una vida mejor a los que vienen detrás de mí”. La producción de derecho
en los lugares de trabajo, los convenios colectivos, la oportunidad de
votar a partidos parcialmente reformistas y de avance ─seguramente
tímido, pero un avance a fin de cuentas─ en la redistribución, así como
la posibilidad ─y este es uno de los pegamentos centrales del bloque
histórico que se fragua en el 78─ de inclusión de los sectores
subalternos al orden.
Un orden que muta su naturaleza, pero que lo hace presidido por unas
oligarquías que se remontan al franquismo y que se han mantenido
prácticamente intactas a lo largo de la Transición. No se trata de una
suma, sino más bien de una nueva articulación llevada a cabo mediante la
cooptación de una buena parte de los líderes más destacados en el
ámbito cultural, intelectual y político de la época. Y pese a que
seguramente hay espacios que permanecen blindados ante dicha mutación,
─tales como el ámbito judicial, algunos sectores de los medios de
comunicación, desde luego el poder económico y empresarial─ estamos ante
el germen de un verdadero bloque histórico; un reparto de papeles
estable que es capaz de durar treinta años, y no solo de durar, sino de
borrar sus trazas, de aparecer como una ordenación política natural, la
única posible y armoniosa.
Creo que en ese bloque histórico hay dos pegamentos centrales. Uno
que considero fundamental es la posibilidad del ascenso social
individual, no a través de la conquista de derechos colectivos, sino por
medio, fundamentalmente, de una economía en la que el rol del
capitalismo inmobiliario juega un papel central y, por tanto, brinda la
capacidad de legar bienestar a la siguiente generación a través de la
propiedad inmobiliaria. El quiebre de este aglutinante va más allá de lo
económico, supone también un quiebre cultural con respecto a las
promesas que la generación anterior asumía como válidas, de tal forma
que le permitían legar bienestar ─o asumir que lo hacían─ a los que
venían detrás.
Quizá se trate de una hipótesis arriesgada, pero algunos de los
discursos y de las formas de protesta que más tarde se volverán masivas
con el 15-M se empiezan a poner en marcha con el Movimiento por una
Vivienda Digna; uno de los principales movimientos que incide en un
derecho percibido por todo el mundo como consustancial a la propia idea
de ser ciudadano en España. Me refiero no sólo al derecho a una
vivienda, sino al derecho a ser propietario de una vivienda como forma
concreta de construcción del capitalismo español. Un derecho que, por
otra parte, viene recogido en la Constitución ─es verdad que no en los
capítulos jurídicamente exigibles, pero está incluido en la Carta
Magna─, y que, asumido por todos como inmediatamente legítimo, evidencia
la incapacidad de la oligarquía de ofrecer un proyecto de país
incluyente.
El otro gran ingrediente que mantiene unido este bloque histórico
reside, no tanto en la despolitización ─ningún régimen se despolitiza
del todo, la política siempre reemerge por algún cauce aunque no sea de
forma explícita, pues el conflicto y el antagonismo siempre estarán
latentes─, pero sí en una cierta indiferencia para con determinadas
problemáticas sociales, así como en la construcción de diferentes
enemigos externos que mantendrían cohesionado al régimen y nos
reafirmarían como democracia: “Somos democracia, no tanto por las
virtudes que tenemos dentro, sino por los enemigos malos que no son
demócratas”. Aquí el rol del conflicto terrorismo/antiterrorismo juega
un papel ideológico definitivo en la construcción de esta noción de
democracia para un bloque histórico.
Creo que ese bloque histórico está sufriendo una desagregación, una
suerte de erosión acelerada, en definitiva, se está desplomando. Uno de
los aspectos más importantes que caracterizaría esa ruptura es ver cómo
dicha desagregación afecta a las élites. En este sentido, resulta clave
la denuncia de la corrupción, pese a que es un fenómeno que algunos de
los sectores activistas suelen percibir con desconfianza: “¡Cómo es
posible que estemos denunciando el problema de la descomposición moral y
de la corrupción cuando el verdadero robo está en la plusvalía!”. En
realidad, la corrupción juega un doble papel; por una parte, rompe la
solidaridad entre las élites, es decir, rompe la posibilidad de que
estas clases privilegiadas actúen como un cuerpo unido y con planes a
largo plazo. Por otra, erosiona la idea de que la ley es igual para
todos ─una noción central para la convivencia y para la posibilidad de
que instituyan orden los que están arriba─ cuestionando máximas, hasta
la fecha interiorizadas, del tipo:“¡Es verdad que algunos tienen más
dinero que otros, pero a fin de cuentas todos somos ciudadanos!”.
Incluso me atrevería a decir que la corrupción atenta contra la propia
noción liberal de la ciudadanía, generando una sensación permanente de
estafa.
También es muy importante entender que la corrupción, como elemento
catalizador en el proceso de descomposición de las élites, impide a la
casta llevar a cabo operaciones a largo plazo, pues se vuelven incapaces
de recuperar la iniciativa política toda vez que no saben qué será de
ellos, o de algunos de sus sectores, dentro de un mes, dentro de cinco
meses o dentro de un año. Esta insuficiencia de los sectores hasta ayer
dirigentes ─hoy diría, en cambio, con una capacidad de dirección
mermada─ a la hora de tomar iniciativas de cara al futuro supone también
su inhabilitación como revulsivo frente al descontento existente,
ofreciendo un proyecto de renovación de país que, manteniendo su poder
central intacto, incluya a una buena parte de los que sienten, de los
que sentimos, que es un modelo marcadamente estrecho en el que hay
millones de ciudadanos que no caben y que no tienen ni siquiera
posibilidad para la democracia efectiva.
Recordemos esa vieja fantasía liberal conservadora que flirteaba con la posibilidad de la existencia de una democracia sin pueblo ─seguramente de ahí viene la histeria desatada en la utilización del término “populismo”─, una democracia de ciudadanos consumidores carentes de voluntad colectiva. Sirva de ejemplo algunos de quienes llamándose progresistas ─y que conste que no tengo ninguna querencia especial por el término─ asocian, desde una lógica fieramente liberal y oligárquica, cualquier ideal de lo universal, cualquier posibilidad de retorno del interés general, al totalitarismo. Cualquier cosa que no sea la fragmentación del ciudadano aislado y del consumidor que hace elecciones entre lo de siempre es ─recordemos esa famosa portada─ “ira ciudadana”, porque para el “individuo racional” cualquier noción de pueblo o de masa es inmediatamente animalesca, irracional e infantil.
Recordemos esa vieja fantasía liberal conservadora que flirteaba con la posibilidad de la existencia de una democracia sin pueblo ─seguramente de ahí viene la histeria desatada en la utilización del término “populismo”─, una democracia de ciudadanos consumidores carentes de voluntad colectiva. Sirva de ejemplo algunos de quienes llamándose progresistas ─y que conste que no tengo ninguna querencia especial por el término─ asocian, desde una lógica fieramente liberal y oligárquica, cualquier ideal de lo universal, cualquier posibilidad de retorno del interés general, al totalitarismo. Cualquier cosa que no sea la fragmentación del ciudadano aislado y del consumidor que hace elecciones entre lo de siempre es ─recordemos esa famosa portada─ “ira ciudadana”, porque para el “individuo racional” cualquier noción de pueblo o de masa es inmediatamente animalesca, irracional e infantil.
Creo que esta situación de desagregación de un bloque histórico, como
su influencia en el relato que naturalizaba el reparto de posiciones,
tenemos que analizarla bajo la luz de la ofensiva de los de arriba. Es
por ello que una buena parte de la reacción popular tiene un signo
conservador, pero no en lo ideológico, sino conservador en el sentido de
reivindicar unas mínimas condiciones de vida y una reglas que, sean las
que sean, garanticen que los de arriba no actúen impunemente.
En el libro Diálogo sobre el poder y el acceso al poderoso, su autor,
el profesor Carl Schmitt, comienza por hacerse eco de una pregunta
procedente de uno de sus estudiantes: “Si vamos a hablar del poder,
aclaremos la primera cuestión: ¿quién tiene el poder?”. Dicho de otro
modo, ¿quién tiene la capacidad de hacer iniciativa? y, siguiendo el
razonamiento, ¿qué fallos cometieron aquellos que en su día ostentaron
el poder que les impidieron canalizar ─institucional y económicamente─
una buena parte de las demandas de sus subalternos y alumbrar, en lo
cultural, un proyecto de país?.
Creo que es fundamentalmente la ofensiva oligárquica la que rompe el acuerdo del 78, la que acaba con sus marcos de certeza, y la que, al hacerlo, inaugura una dinámica de “política salvaje”. Una dinámica que, a grandes rasgos, se caracteriza por el colapso cultural de modelo y de proyecto económico, y en la que la división internacional del trabajo en la Unión Europea y el rol que en ella adopta España juegan un papel fundamental.
Creo que es fundamentalmente la ofensiva oligárquica la que rompe el acuerdo del 78, la que acaba con sus marcos de certeza, y la que, al hacerlo, inaugura una dinámica de “política salvaje”. Una dinámica que, a grandes rasgos, se caracteriza por el colapso cultural de modelo y de proyecto económico, y en la que la división internacional del trabajo en la Unión Europea y el rol que en ella adopta España juegan un papel fundamental.
Llegado este punto, nos topamos ante tres posibles escenarios. En
primer lugar, está la opción de quienes apuestan por conducir el ajuste
exclusivamente acelerando, dejando que sea una suma del miedo, de la
erosión material de las bases para la ciudadanía y de una suerte de
régimen liberal electoral postdemocrático ─un régimen en el que hay
competición electoral, pero en el que las gentes del común carecen de
las herramientas necesarias para marcar el rumbo de la sociedad─ lo que
destruya los cimientos de la sociedad anterior y construya una sociedad
fundamentalmente dominada por el privilegio y por el miedo de las
mayorías.
Otro posible escenario consiste en llevar a cabo una reforma
controlada del orden existente. Esta opción cuenta con dos problemas; el
primero de ellos es que llega demasiado tarde y es difícil que la casta
sea capaz de capitanear un harakiri controlado sin que esto amenace con
provocar una descomposición general. El segundo problema fundamental es
que no se ve, en un momento de crisis moral subjetiva e incluso de
crisis de imaginación de las élites, quiénes son esas figuras
emblemáticas que podrían construir la nueva época. Parecería casi un
chiste si enumerásemos quiénes son algunos de los dirigentes políticos
actuales ─Pedro Sánchez, Rajoy─ que estarían llamados a ser esas grandes
figuras que recuperen la ilusión en los de arriba.
La tercera sería la posibilidad ─todavía difícil, pero felizmente
posible por primera vez en dos o tres décadas─ de construir una voluntad
popular nueva que, en un equilibrio de poderes siempre incierto y, por
tanto, siempre sin garantías, dé lugar a una apertura plebeya y
constituyente.
La Circular DdA, XII/2980
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