Juan Antonio Hormigón
Salvador Allende es en la actualidad una figura respetada, señera,
tratada con respeto por todos, incluso de quienes lo denostaron y se
mostraron de acuerdo con el golpe de Estado chileno de septiembre de
1973 que acabó con su vida. La única razón es que está muerto, que ya no
puede pronunciar aquellos discursos memorables, con su voz poderosa, la
construcción impecable de los razonamientos, la capacidad de transmitir
voluntad y convicción. Tampoco puede ya proponer y aplicar medidas de
gobierno que pretendían devolver la dignidad a su pueblo, recuperar para
bien de la ciudadanía de su país los recursos naturales y arbitrar
soluciones para que la sanidad, la educación y la cultura fueran
públicas y universales. Su muerte no acabó con la legitimidad de sus
postulados, pero su voz y su temple desaparecieron para siempre.
La derecha de pensamiento y acción, con independencia de las siglas a
las que se vincule, prefiere hacer iconos tolerables, si es posible de
consumo o de uso turístico, de los viejos luchadores que se dejaron la
vida, de los combatientes acendrados que tuvieron convicciones y
pelearon por ellas. Prefiere el olvido, por supuesto, asegurar que sus
ideas están obsoletas, pero tampoco tienen reparo en dedicarle alabanzas
cuando conviene, no dudando en ratificar sus convicciones democráticas.
El caso de Allende es particularmente deplorable porque muchos de los
que ahora aluden a su condición democrática, deseaban que el golpe se
produjera con la mayor premura y que se le hiciera desaparecer. Y si no
ellos, sus mentores. Basta recordar aquella primera plana del ABC
el día siguiente del golpe, en el que se veía a dos militares
descendiendo de un jeep y debajo un titular elocuente: “Justo a tiempo”.
Se dirá que eran tiempos de dictadura y algo tan sucio y repugnante era
posible. Vana ilusión: en abril de 2002, el diario El País
incluyó un editorial en apoyo del golpe de Estado contra el presidente
constitucional de Venezuela Hugo Chávez, que alcanzó cotas inusitadas de
cinismo y perversión moral que dejan en un chiste la portada del ABC.
Encontrándome en Santiago de Chile, un buen amigo cuyo nombre
prefiero no desvelar me contó una historia fascinante. Un tío suyo,
almirante de la Armada en situación de retiro que pertenecía a la misma
logia que Allende, era su amigo personal. Los rumores de que se
preparaba un golpe militar contra el gobierno constitucional, llegaron
como es lógico al Presidente y éste pidió a su amigo que hiciera una
indagación discreta entre sus compañeros navales para detectar cuál era
la opinión. El almirante visitó diferentes establecimientos de la marina
y habló con mandos diversos del más alto nivel. Su conclusión fue, y
así se lo transmitió a Allende, que en la marina no había problemas y
que la mayoría estaba a favor del gobierno.
El presidente constitucional sólo adoptó una medida que se sepa:
adelantar la fecha de un referéndum que calibrara el apoyo de la
ciudadanía a su gobierno. Ante el anuncio, el golpe se adelantó. Era
necesario impedir que se votara. Todo se había urdido con cuidado por
parte del Departamento de Estado de los USA, con Kissinger a la cabeza,
la CIA, grupos fascistas locales, organizaciones gremiales pagadas con
dinero estadounidense e incluso algunos democristianos que creyeron
poder erigirse en aprendices de brujo de aquel desmán. Hoy ya no se
trata de una especulación sino de algo documentado por la
desclasificación de documentos que así lo atestiguan.
En el proceso de deterioro de la situación se había seguido una pauta
conocida, que ya se utilizó antes y también después, hasta ahora mismo.
Fue la diseminación de violencia terrorista, como el asesinato del
general Schneider, y promover el desabastecimiento. Esto último se hizo
de forma progresiva y deliberada. La huelga de camioneros, que en un
país con la geografía de Chile era letal, a los que se pagó con recursos
aportados por la CIA, creó una situación difícil. Comenzaron a faltar
cosas, el papel higiénico también, como no. Salieron las plañideras de
los barrios ricos de Santiago a hacer ruido con cacerolas y sartenes. El
plan funcionaba para los intereses de los golpistas nacionales y sus
jefes estadounidenses.
Parece evidente que la falta de papel higiénico impulsa a ciertos
ciudadanos a desdeñar los procesos electorales y preferir el golpe de
Estado. No me preocupa que su conciencia se sitúe en los parámetros del
ano, sino en que sean incólumes a interrogarse sobre las causas de esas u
otras carencias. En Chile, una parte de las comunidades del Santiago
prepotente, pijo y reaccionario, desde los dinosaurios de la economía
hasta los chicos y chicas de la universidad Católica, le dieron el gusto
a la cacerola para crear el clima necesario para que unos milicos
soeces vinieran a imponer su orden.
Y así las cosas, si Allende hubiera pedido a las fuerzas de seguridad
leales y a la judicatura que procediera contra la cúpula golpista, caso
de que hubiera tenido seguridad plena de lo que se tramaba, que
detuviera y juzgara a la cúpula de la conspiración, ¿qué hubiera
sucedido? Nuestro querido pueblo de Chile se hubiera ahorrado una
masacre, torturas, encarcelamientos, exilio y miseria, la dictadura en
fin. Dictadura a la que no hicieron ascos los Estados Unidos, que en
pocas semanas vieron reprivatizado el cobre, ni a la señora Thatcher,
tan liberal ella que Pinochet le parecía un amigo y un seguro. Y sobre
todo el presidente constitucional y legítimo hubiera seguido con vida,
que no es poco.
¿Y qué hubieran dicho entonces los políticos de la derecha, sean las
que sean las siglas, los medios serviles al imperio y las gentes del
orden bárbaro? Hubieran calificado a Allende de dictador y hubieran
lanzado mil infamias sobre su persona. Sí, lo sé, se trata no sólo de
una cuestión política sino también moral. Pero Allende hubiera seguido
con vida y la marcha de Chile hacia la justicia, posiblemente viva
también.
Las historias se repiten desde hace tiempo, siempre con las mismas
pautas y parecido argumentario. El embajador de Estados Unidos en España
en 1936 Claude G. Bowers, describía la situación en su libro Misión en España,
como de completa normalidad y daba ejemplos. La prensa de derechas y
uno de sus jefes, José Calvo Sotelo, afirmaba que era un caos y un
desgobierno. Aunque la conspiración contra la República se había
iniciado en mayo de 1931, los militares golpistas pusieron el desorden
como excusa para su golpe de Estado. Ha pasado lo mismo en otras
ocasiones y lugares, cuando no la abierta intervención extranjera, tanto
conspirativa como militar. La desinformación y el falseamiento de la
situación en otros países se utilizan a su vez como justificación de
injerencias externas que son incompatibles con el respeto entre las
naciones.
Algunos diputados y medios de comunicación, los tertulianos
polvorientos y el público que cree a pies juntillas lo que le dicen,
deberían ser más cautelosos a la hora de adoptar ciertas actitudes. ¿Qué
pensarían ellos si se dijera fuera de España, que los detenidos por la
presunción de delitos económicos son presos políticos? ¿Qué dirían si un
dirigente de un partido minoritario mandara tomar la calle para
provocar desmanes y no abandonarla hasta que el gobierno saliera,
despreciando la Constitución y los procesos electorales? Habría que oír
como ahuecaban la voz para dizque preservar la democracia. Pues de todo
esto sobran ejemplos hoy día y entre nosotros, no es difícil deducirlos.
Quienes defendieron y acunaron a ser tan zafio y perverso como
Pinochet, la señora Thatcher sin ir más lejos, pretendían erigirse a la
par en demócratas inmaculados. Alguna imitadora de la británica aquí,
considera sin embargo que si gana las elecciones cierta izquierda, ya no
habrá más elecciones. No existe ninguna razón para tamaño dislate, tan
sólo los efluvios patógenos de su populismo desaforado y una convicción
pertinaz que mantienen implícitamente ciertos personajes y quienes les
siguen: La democracia y las elecciones sólo convienen y son justas si
las ganan ellos. En caso contrario hay que combatirla, simplemente
porque han ganado los otros y pueden cambiar las cosas y acabar con su
impunidad en el expolio. Entonces, si pueden, comienza a faltar el papel
higiénico.
DdA, XII/2988
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