Foto: AFP/MIGUEL ROJO
Estela Giraldo
He
necesitado unos días para poder escribirte. No quería hacerme a la idea
de que esa llamada se produciría, aunque la ausencia de noticias tuyas
me hacía pensar que no tardaría en llegar. Pero no quería asimilarlo. Tú
no podías irte. Tú no. Fue hace algo más de dos años cuando me contaste
que había vuelto "el dragón de la maldad", vulgarmente llamado cáncer, y
que comenzabas de nuevo la guerra, la maldita guerra.
"Hay
fuegos que arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin
parpadear; y quien se acerca, se enciende", decías. Eso es precisamente
lo que me ocurrió al conocerte. Recuerdo perfectamente aquel día en que
la vida nos encontró. Fue un memorable 23 de abril, el día del libro,
hace ya siete años. Paseaba por las calles de Barcelona cuando la
casualidad o el destino o quién sabe qué nos hizo coincidir. Charlamos
apenas unos minutos, los suficientes como para atreverme a decirte
-fruto de la inocencia de una veinteañera que tiene frente a ella a su
admirado escritor- que me iba a vivir a Buenos Aires. Y tú... tú, sin
ningún tipo de convencionalismo, me anotaste una dirección en un
papelito y me dijiste: "escribíme acá y cuando llegués, venís a verme".
El
café Bacacay de Montevideo, uno de tus imprescindibles junto al
Brasileiro, fue el punto de encuentro. Ese día pasó a ser uno de los más
hermosos. Las horas parecían quedar reducidas a minutos y el mundo, mi
mundo, quedó detenido por un ratito. Recuerdo también que en una
servilleta me dibujaste el Uruguay y pintaste los lugares que no podía
dejar de visitar. Así lo hice. Aunque culpa de mi despiste perdí aquella
servilleta. Quizá aún sigue vagando por alguna calle y sirvió de guía a
alguien que paseaba por allí.
A partir de entonces
intercambiamos mails. Nunca te gustaron los celulares, de hecho eras de
las pocas personas que vivía sin uno de ellos. Cada vez que venías a
Madrid o yo viajaba allá, por muy apretada que fuese tu agenda, sacabas
un huequito para verme. Y eso me hacía sentir la persona más afortunada.
Me regalaste algo tan bello como tu amistad. Yo te contaba mis alocadas
historias, y tú compartías conmigo tu inabarcable sabiduría. Intentaba
retener cada una de tus palabras en mi cabeza, grabarlas con tinta
permanente para que nunca se fueran. Eran luz.
Siempre te
acompañaba alguna de tus libretas, tus chiquitas y minúsculas libretas.
En ellas anotabas cada una de las ideas que te visitaban (para que no se
escaparan, bromeabas). Conservo todas las que me regalaste. Me dijiste
que las llenara de mis pensamientos más profundos. Los tuyos dieron
forma a más de una decena de libros que ahora nos hacen sentir menos
solos. Fuiste el maestro del microrrelato, de la poética de lo humano.
Textos breves, pequeños, concienzudamente elegidos y estrictamente
pulidos, que contarían las grandes historias. Enemigo de la inflación
literaria, insistías en que las únicas palabras que merecían existir
eran las que fuesen mejor que el silencio.
Admiraba enormemente tu
humildad -propia de las buenas personas- y esa capacidad tuya de
querer, lo hacías a corazón abierto. Tierno, cariñoso y profundamente
generoso. "La vida es darse. Darse, no hay alegría más grande",
repetías. Cuánta razón. Amabas a Helena con tanta entrega que escucharte
hablar de ella me hacía creer en las pasiones humanas como el mejor
estandarte de supervivencia. Ella era tu fiel compañera, editora de tus
relatos, con quien los corregías hasta rozar la perfección más
exquisita. Lo mejor era cuando los leías en alto, con tu voz profunda,
cautivante, inconfundible. Nos hacías viajar y alcanzar el jamás
proclamado derecho de soñar.
Eduardo, querido Eduardo, quiero
contarte que el mundo entero ha llorado tu muerte. Huérfanos de quien
tantas conciencias despertó. La voz del compromiso, de los de abajo, de
los exiliados, de América Latina y de los que en ella como tú creyeron.
Al menos nos queda el consuelo de que tu memoria está conquistando otro
lugar. "Muchas veces me pregunto cuán triste ha de ser morir y no ver el
atardecer: cuando el sol se va y se echa a dormir en esa hamaca que es
el horizonte, en la hora más bella del día", confesaste una vez. Te
imagino ahora contemplando uno de ellos, volando alto. Cumpliré la
promesa que te hice. Eternamente agradecida por haberme dejado crecer a
tu lado. Hasta siempre maestro, mi maestro. Hoy el mundo es un poco
peor.
El Huffington Post / DdA, XII/2978
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