Ilustración: Javier Muñoz
PEDRO J. RAMÍREZ
La
 otra noche soñé que estaba de pie junto al quicio de la puerta de  una 
modesta habitación de la Residencia de Estudiantes, observando cómo  un 
hombre corpulento de nariz de águila y ojos de avutarda, prestos al  
combate tras unas finas lentes como de alambre, terminaba de pergeñar  
unas cuartillas. Su afilada perilla, más oscura que el resto de la  
barba, acentuaba su aire cenobítico. Escribía encorvado sobre una mesita
  de madera delante de un mal catre de pino que medio ocultaba tal vez  
una bacinilla grande, tal vez una palangana. Vestía un traje gris oscuro
  bastante arrugado bajo el que asomaba un jersey de cuello redondo e  
igual tono que, a su vez, permitía atisbar el nudo de una corbata  
oculta. Cuando terminó de escribir se puso en pie, agarró un sombrero  
pavero y me hizo ademán de que le siguiera.
Sobrevolando
 Madrid cual peatones del aire nos plantamos en dos  zancadas en el 
exterior de la Moncloa y nos encaramamos hasta el  alféizar de una 
ventana del piso superior. En una estancia mucho más  lujosa que la que 
habíamos dejado, el presidente del Gobierno se afanaba  en pijama en 
acabar el Sudoku Difícil de todas las noches.
Mi
 acompañante susurró algo en mi oído. Yo no le entendí y él lo  repitió 
despacio con voz muy queda: “Los que forman el comité de un  partido 
político no quieren nada para la Nación. A lo sumo para sí  mismos. De 
ordinario no quieren sino matar el tiempo”. A continuación se  llevó el 
dedo a los labios, indicándome que no me moviera y escuchara  
atentamente. Él traspasó el cristal como lo haría un espectro y el  
recinto se transformó en el salón principal del casino de Pontevedra.
Dejo
 a Jabois la descripción de los butacones de cuero, el artesonado  de 
madera, la mampostería de yeso y las volutas de humo, en caso de que  
las hubiera. Mi mirada fue directa a las fichas nacaradas en que se  
había metamorfoseado el Sudoku. Fue entonces cuando el hombre de los  
ojos de avutarda increpó por primera vez a Rajoy:
“Te pones a hacer elecciones con el mismo espíritu con que te pones a jugar al chamelo”.
El presidente apartó la mirada de la partidita y con más fastidio que sorpresa se percató de que estaba siendo interpelado.
“¿Espíritu?”, respondió desconcertado.
“¡No! Bueno, lo que sea… Y a lo mejor se te ocurre decir que está ya comprometido tu amor propio”.
“¿Amor propio?”
“¡No!
 Eso que tú llamas amor propio no es sino tontería. Tontería,  sí, así 
como suena, tontería. ¡Lo único que tu quieres es que te dejen  en 
paz!”.
“¿Y qué voy a hacer yo?”, dijo el presidente encogiéndose de hombros.
El hombre del sombrero pavero no esperaba una respuesta tan franca. Por eso vaciló mientras tomaba impulso.
“¡Qué sé yo…! Es decir, sí lo sé. Revolverte, agitarte, querer algo…”
“¿Qué?”, repuso de nuevo Rajoy con su mezcla de sorna y retintín.
Pero mi acompañante había llegado con ganas de pelea.
“¡Lo
 mismo da! ¡Querer, querer, querer! Y ya la voluntad encontrará  su 
objeto y se creará su fin. No se quiere sino lo que se conoce de  
antemano, dijeron los escolásticos. Pero yo te digo que no se conoce  
sino lo que de antemano se quiere. El mamoncillo busca y encuentra la  
teta de su madre sin haberla conocido antes. Pero aquí ni ese instinto, 
 como a Nación, como a colectividad nos queda”.
Sin darse por aludido “¿mamoncillo, quién es aquí el mamoncillo?-  el presidente esbozó un nuevo atisbo de réplica y entonces el espectro señaló las fichas nacaradas como prueba del delito:
“Oigo decir que el país 
despierta, pero lo que yo veo es que a nadie  le importa nada de nada. 
Con dejarle a cada cual echar su partidita o lo  que sea y engullir su 
puchero, que no le den quebraderos de cabeza…”
Tanto
 reproche terminó por irritarle y Rajoy se encaró con el intruso  con el
 mismo tono displicente con que hace poco invitó al jefe de la  
oposición a no volver a pisar el Parlamento:
“¡Déjeme usted en paz, hombre!”.
A diferencia de lo ocurrido con
 Sánchez, eso no aquietó al  protestatario. Con los ojos de avutarda 
casi fuera de las órbitas, fue  elevándole la voz y terminó gritándole:
“¡Y en paz estamos! ¡Y tan en paz!… ¡Haragán, haragán, haragán! No eres nada más que un haragán…”
Luego hizo una nueva inflexión, sin dejar de mirarle fijamente:
“Y
 eso aunque cumplas estrictamente con lo que llamas tu obligación…  Ese 
estricto rutinero cumplimiento de tu obligación es la más exquisita  
forma de haraganería”.
La
 situación se había tornado tan violenta que el cenobita se creyó  
obligado a darme explicaciones, volviendo su fantasmal rostro hacia el  
alféizar desde el que yo le observaba con helada fascinación:
“No
 conozco haraganes mayores que esos celosos funcionarios a quienes  les 
salen canas en la cabeza y callo en el trasero después de cuarenta  años
 en su oficina”.
Nuevamente señaló a Rajoy:
“La insensibilidad hasta para con los propios males produce espanto. Y no se diga que es resignación, no. ¡Es callosidad!”.
Y otra vez se le echó encima, interpelándole:
“¿Sabes
 lo que hace ese tedio que, como una llovizna helada, cae  sobre 
nuestras almas, y las cala hasta el tuétano, y nos arrece y nos  
envejece antes de tiempo?”
Como el jefe del Gobierno de 
centro derecha con la mayoría absoluta  más amplia de la historia de la 
democracia no articulaba palabra, el  espectro se respondió a sí mismo:
“Pues que no queremos nada como pueblo, como Nación… Repara en que no quieres nada, absolutamente nada para España”.
Ya sobrecogido, Rajoy volvió a balbucear:
“¿Y qué podemos hacer?”
Al cenobita casi le molestó más la nueva muestra de impotencia que la anterior callada por respuesta:
“Pues
 mira, podemos hacer una cosa y es sugerir una inquietud, por  vaga que 
sea, y empezar a dar vueltas y a chillar aunque sea  inarticuladamente. Y
 tú puedes empezar a querer llevar el nombre de tu  patria, sobre el 
tuyo o sin él, fuera de ella”.
Desde el alféizar me di cuenta de que aquel inquietante fantasma había llegado al punto clave de su argumentación:
“No
 hay voluntad nacional, no hay conciencia nacional, porque no hay  
voluntad internacional, no hay conciencia internacional entre nosotros… 
 Es perder el tiempo… mientras no se quiera que España sea algo más que 
 un mercado de compraventa… Hay que querer como nación algo más que  
vivir”.
Rajoy
 aún se atrevió a musitar un “Que nos dejen en paz…”, sin  aclarar muy 
bien si hablaba sólo por sí mismo o a quién se refería. El  hombre de 
ultratumba le corrigió ahora con severa suavidad:
“No, harán bien en no dejarnos en paz, en la paz mortífera de esta noluntad nacional”.
Había llegado a su título y me había dado un titular: “La noluntad nacional”. Mirándonos alternativamente a ambos añadió:
“Esto
 os lo dice un español que lleva años trabajando con su pluma  desde 
España… buscando un anhelo que sea el anhelo de su patria. Pero es  más 
cómodo apuntarnos, a lo sumo, en un partido político y echar la  partida
 de chamelo o de tute por las tardes. Y no pensar ni querer  nada”.
El diccionario define la noluntad como “el acto de no querer”. Por sus pasmos le conoceréis. Así pasará a la historia el Estafermo: como el campeón de la haraganería política”.
No
 dijo más. No hacía falta. Se hizo un silencio de sepulcro y como  si 
tuviera prisa de volver al suyo me indicó, tocándose un reloj tosco y  
ajado, que se había hecho muy tarde y era el momento de partir.
Le
 acompañé de vuelta a la Residencia de Estudiantes y allí le dejé  
encorvado de nuevo sobre las cuartillas ante el catre de pino con la  
bacinilla o la palangana debajo. De regreso a mi casa pensé que nunca  
nadie había explicado mejor todo lo que nos pasa: desde la abulia  
administrativa hasta la esterilidad de la mayoría parlamentaria, desde  
la cobardía del presidente hasta la idiocia de su gobierno.
En
 la diatriba que acababa de escuchar resonaban la infame abdicación  en 
la búsqueda de la verdad del 11-M, los bochornosos patinazos y  
concesiones a los terroristas, las promesas incumplidas a los electores,
  la ausencia de reformas dignas de tal nombre, los SMS encubridores de 
 la financiación tramposa e ilegal, el cruzarse de brazos ante denuncias
  de corrupción tan concretas como la del ático, las designaciones  
partidistas a cambio de renuncia al poder territorial -no vaya a ser que
  haya alguien que pretenda hacer algo consecuente-, la pasiva  
conllevancia con el separatismo o con el paro a la espera de que las  
tempestades amainen por sí solas y sobre todo la indiferencia ante  
cuanto sucede alrededor y la consecuente irrelevancia de una España  
excluida del consejo del BCI, infrarrepresentada en la Comisión Europea,
  timada con el señuelo de la presidencia del Eurogrupo, marginada en la
  lucha contra el yihadismo, ajena a la negociación con Cuba, pasiva 
ante  la represión política en Venezuela, sin interlocución con los 
grandes de  la Tierra.
Entré
 en mi portal y cogí febril el ascensor, confundiendo los  latidos del 
corazón con los chasquidos de su caja de madera. La brusca  parada en el
 piso correspondiente me despertó de golpe. Me había quedado  dormido en
 la silla con antebrazos del despacho con dos grandes tomos  abiertos 
encima de la mesa. El uno era la revista La Esfera de 1914 y mostraba la entrevista que José María Carretero, más conocido como El Caballero Audaz,
  hizo a Miguel de Unamuno en la austera habitación que siempre que 
venía  a Madrid ocupaba en la Residencia de Estudiantes, sita entonces 
en la  calle Fortuny.
El otro tomo era el primero de la revista España
 y estaba  abierto por la página 7 del número 8. La ocupaba casi 
íntegramente el  famoso artículo que con el título de “La noluntad 
nacional” sirvió al  rector de Salamanca para denunciar el conformismo 
de aquella España de  la Restauración, abocada a todos los desastres. Yo
 mismo había subrayado  cada una de las palabras literalmente 
transcritas en este texto.
El
 diccionario define la noluntad como “el acto de no querer”. Por  sus 
pasmos le conoceréis. Así pasará a la historia el Estafermo: como el  
campeón de la haraganería política. El texto de Unamuno está fechado el 
 19 de marzo de 1915. Tranquilos, que el próximo jueves cuando se cumpla
  el centenario de su publicación, la Moncloa no lo circulará, la prensa
  adicta no lo reproducirá y Rajoy no lo leerá. ¿Memoria histórica? 
¡Hasta  ahí podíamos llegar! No, no y no.
El Español, el diario que saldrá en Otoño 
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