Han pasado muchas cosas en Venezuela en 16 años, pero
todas han servido aquí para lo mismo: para alimentar un antichavismo
feroz que en pocos países alcanza el nivel de España
Isaac Rosa
¿Podemos hablar de Venezuela? Es decir, hablar en serio.
Hablar sobre qué ha pasado en el país sudamericano en los últimos
dieciséis años, y qué está pasando hoy. Sobre los fracasos del chavismo,
y sus éxitos. Sobre las responsabilidades del gobierno, y las de la
oposición. Sobre la política de relaciones internacionales seguida por
el país, y sobre las injerencias extranjeras en el mismo.
No, evidentemente, no podemos. Para muchos lectores, la sola lectura
del anterior párrafo ya provoca el levantamiento de cejas, asoma el
colmillo. Decir que queremos “hablar en serio”, insinuar que pueda haber
algún “éxito”, colocar la mínima responsabilidad en la oposición o
mencionar la injerencia extranjera, hace saltar los resortes de una
opinión pública educada en dieciséis años de información parcial. Sí,
parcial. E interesada. Digámoslo sin rodeos: desde el principio los
grandes medios españoles tomaron partido en el proceso venezolano.
Algunos con una agresividad digna de mejores causas, pero en todos los
casos sin advertir a sus lectores y espectadores del alineamiento
decidido. Y estos dieciséis años han causado estragos.
Yo mismo doy la batalla por perdida, y no pienso dedicar
una sola línea a convencerles de esa parcialidad y esos intereses.
Cualquiera que se tome la molestia de contrastar la información que
consume, habrá tenido en los últimos dieciséis años sobrados ejemplos, y
habrá desarrollado una mínima prevención.
Estos
días, por ejemplo, leyendo y oyendo lo que se publica en España, sabemos
que en Venezuela hay opositores detenidos, colas ante tiendas
desabastecidas, graves problemas económicos y una creciente fractura
política. Todo rigurosamente cierto, es verdad que está pasando. Pero
leyendo y oyendo lo que se publica en España no sabemos gran cosa de
quiénes son esos opositores ni por qué se les detiene, por qué faltan
productos básicos, qué decisiones han conducido a la situación económica
actual, o por qué la división entre partidarios y detractores se
agranda.
Insisto: solo con plantear estas dudas, uno
ya es señalado como chavista, y no hay más discusión posible. Y así
dieciséis años, en los que han pasado muchas cosas en Venezuela, pero
todas han servido aquí para lo mismo: para alimentar un antichavismo
feroz que en pocos países alcanza el nivel de España; y que está
presente en la mayoría de medios, en los gobernantes, pero también en la
sociedad, incluida parte de la izquierda.
De ahí la
manera en que se frotan las manos los detractores de Podemos. Han
encontrado un filón inagotable para desgastar al partido, una vía de
agua por la que esperan que se escurran muchos de sus apoyos. Las
relaciones que algunos fundadores de Podemos tuvieron con la Venezuela
oficialista en el pasado reciente les van a pasar factura, ya veremos de
qué tamaño. Y cuanto más empeore la situación venezolana (y empeorará,
pero ni siquiera podemos discutir por qué empeorará), más daño para
Podemos.
A mí me gustaría que pudiésemos hablar en
serio, también de esas relaciones. De qué hicieron allí, qué
aprendieron, qué lecciones sacaron de la experiencia. Pero los
dirigentes de Podemos han asumido que cualquier intento de explicación
está condenado al fracaso, por el peso de esos dieciséis años de
condicionamiento. Así que optan por esquivar los ataques, negar, cambiar
de tema. Sin éxito: sus detractores han mordido una presa que no van a
soltar.
La situación tiene algo de callejón sin
salida. Porque para escapar de esa encerrona, los fundadores de Podemos
tendrían que empezar por contestar afirmativamente a la pregunta con que
empezaba este artículo. Y la respuesta ya la sabemos: no, no podemos.
En España no.
ElDiario.es / DdA, XII/2930
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