jueves, 22 de enero de 2015

SYRIZA: FALSAS ALARMAS Y VERDADES OCULTAS DE UN POSIBLE CAMBIO POLÍTICO

Lazarillo

Hacía tiempo que no tenía noticias de mi estimado, leído y admirado Pedro Olalla, que con tanta perspicacia suele escribir interesantes análisis sobre la realidad socio-política que se vive en Grecia, país en el que reside desde hace más de veinte años y donde tiene reputado y merecido prestigio como helenista. Olalla (pedroolalla.com) es además autor, entre otros libros, de Historia Menor de Grecia. Una mirada humanista sobre la agitada historia de los griegos (Acantilado, 2012) y Atlas Mitológico de Grecia (Lynx Edicions, 2002), y de las películas documentales Ninfeo de Mieza: El jardín de Aristóteles y Con Calliyannis. Hoy el artículo que ha tenido la amabilidad de enviarle a este Lazarillo versa sobre la posibilidad de la victoria de Syriza en Grecia en las próximas elecciones generales y de sus consecuencias, sin falsas y alarmas, y verdades ocultas en aquel país y en Europa:

"Desde el triunfo de Syriza en las últimas elecciones al Parlamento Europeo –en las que fue el partido griego más votado y consiguió obtener seis escaños–, las encuestas realizadas durante los pasados meses sobre la expectativa de voto de los griegos han ido dando a dicha coalición de izquierda un margen de ventaja de entre cuatro y diez puntos sobre el actual partido en el Gobierno, Nueva Democracia. Dicha circunstancia –comparable, en este aspecto, al caso de Podemos en España– ha hecho saltar algunas alarmas en Grecia y en Europa cuyo origen y alcance conviene analizar sin aspavientos.
Un curioso precedente
Estos días, en Grecia, ante la verosímil perspectiva de que el partido gobernante pierda las próximas elecciones generales, el desasosiego del establishment local y europeo se ha traducido ya en una nueva campaña de desprestigio y miedo: “O nosotros o el caos”. Algo así sucede ahora también en España: los partidos tradicionales se agitan porque tienen miedo de Podemos; pero, en el caso de Grecia, las últimas elecciones generales del año 2012 supusieron un precedente clarificador de esta estrategia actual de intimidación y derribo.
En aquellos comicios –cuyo objetivo, hablemos claro, no era otro que el de legitimar cómodamente a través de las urnas la política impuesta hasta el momento de forma coercitiva y antidemocrática desde el núcleo neoliberal europeo–, el insólito ascenso de Syriza en la primera vuelta impidió formar Gobierno en mayoría, puso en peligro el statu quo del bipartidismo secular y, de cara a la segunda vuelta, hizo saltar la alarma y el miedo: el miedo del bipartidismo a ser apartado del poder político, el miedo de las élites beneficiarias a que se acabara el juego, el miedo de unos y otros a que se abrieran procesos y se depuraran responsabilidades con nombres y apellidos, y el miedo de Bruselas y Berlín a perder sus lacayos en Grecia y a que un peligroso precedente pudiera interponerse en el camino de su implacable plan de conquistas a través de la deuda. Todo aquel miedo se vio canalizado entonces hacia el electorado en una operación de guerra psicológica de proporciones orwellianas: la amenaza de abandonar el euro, de ser expulsados del espacio Schengen, de ser apartados de Europa, de caer en la bancarrota absoluta, de ser atacados por Turquía, de quedarse sin alimentos ni medicinas, de volver irremediablemente a las cavernas. Y mientras la mayoría de los medios griegos y europeos propalaban esos tendenciosos vaticinios de muy discutible base, Nueva Democracia recorría el país buscando puerta a puerta a sus votantes y recordándoles a muchos los favores recibidos. Por todo eso, las elecciones de aquel domingo de junio, en las que finalmente ganó la opción de continuismo, pasaron a la historia como las más contaminadas y las de mayor injerencia externa desde la creación de la Unión Europea. El lunes siguiente, los titulares de los grandes diarios e informativos europeos afirmaban que Europa “respiraba aliviada”. Hoy, transcurridos ya más de dos años desde entonces, no hace falta sino remitirse a los hechos para comprender en qué ha consistido ese alivio y a quién ha aliviado realmente.
Una controvertida “amenaza”
Ahora, en el discurso mediático oficial, Syriza vuelve a ser “la amenaza”. Pero no se alarme quien piense que lo es, alármese más bien quien deposite en ella su esperanza, porque las cosas han cambiado mucho desde que esta supuesta formación de izquierda radical se ha ido aproximando al calor del poder.
Aclaremos un punto, antes de proseguir: Syriza no es Podemos, al menos, genéticamente. Podemos –con todos los matices que deban señalarse– es una cristalización en forma de partido político del amplio movimiento generado en las calles a raíz de las protestas de los últimos años contra los planes de austeridad de la Unión Europea y las políticas de los Gobiernos nacionales afines a tal ideología. Syriza, en cambio, ya existía: no nació de la calle, sino de las fricciones y reorganizaciones del aparato político tradicional. Nació de la adhesión de la llamada Coalición de la Izquierda (Συνασπισμός της Αριστεράς) –escindida a su vez del Partido Comunista de Grecia (KKE)– a otras fuerzas menores del mismo ámbito político, y se constituyó como coalición independiente en 2004 y como partido en 2012, justo a tiempo para participar en aquellas controvertidas elecciones.
Si bien entonces, cuando pasó del anonimato a los 71 escaños, Syriza consiguió aglutinar –pese al veto del Partido Comunista de Grecia– buena parte del voto disidente frente a la política de austeridad y rescates, ahora las cosas no resultan tan claras. En estos dos últimos años de vida parlamentaria y flirteo con los poderosos, Syriza se ha atemperado mucho. Su joven líder, Alexis Tsipras, ya dejó bien claro, hace más de un año (4/11/2013), en su discurso sobre la Eurozona en la Universidad de Austin (Texas), que su eventual Gobierno no sacaría nunca a Grecia de la misma porque “the Eurozone should be saved”. Hace unos días, un año después de aquellas declaraciones, una comisión de economistas de Syriza se reunió a puerta cerrada con los “lobos de los mercados” de la City de Londres –Nomura, Merrill Lynch, Kepler Cheuvreux, Goldman Sachs, York Capital, Wellington Capital Management, Pimco, etc.–, acto que, en el caso de un partido que aspira a la inmediata sucesión en el Gobierno, no puede más que despertar serias sospechas de colaboracionismo.
Continuismo, no subversión
La verdad es que, a pesar de todas las alarmas, Syriza ya no asusta a quien tendría que asustar. Su posicionamiento a favor del euro, su sólida confianza en el proyecto europeo, sus escarceos con los magnates financieros, su disposición a “negociar” la deuda y su declaración expresa de que es “su obligación moral garantizar la continuidad del Estado” convierten esta formación en una opción de continuismo y no de subversión, y, más aún, en candidato de refresco para continuar con el bipartidismo dentro del marco establecido. Está claro: Syriza desea gobernar, no desea romper con ese marco; y dentro de él –del reconocimiento de la deuda, de los compromisos con los acreedores europeos, de los memoranda, de la moneda única, de la financiación en los mercados y de las pautas de la Comisión–, no puede hacerse otra política distinta a la de austeridad, por mucho que se empeñe, porque no queda siquiera un ápice de soberanía para ello. Y no es que Syriza, o cualquier otra fuerza política, no tenga derecho a promover sus posiciones y a aspirar al poder; pero, con tales posiciones, carece éticamente del derecho de presentarse como “oposición” y como “alternativa” al sistema existente. Si no lo sabe, debería saberlo; y, si lo sabe, no debiera ocultarlo.
Así las cosas, creando falsas expectativas, Syriza está a punto de convertirse en el último espejismo del pueblo griego. En válvula de escape que siga evitando la rebelión social y que prolongue por unos años más la agonía y la destrucción de este país y de este pueblo. Si sube al poder confiada en hacer la tortilla sin romper los huevos, no podrá hacer más que la misma política que marca el núcleo duro de Berlín y Bruselas, servir al mismo amo en una nueva fase, y, lo que es peor, pagar el agotamiento de los Gobiernos anteriores prestándose a que el error de sus políticas estalle en las manos de “un Gobierno de izquierdas” y a preparar así el terreno para un relevo fresco de nuevos “salvadores” de la misma cantera, que ya trazan sus planes para el día después.
Cuatro años largos de rescates e intervencionismo han dejado ya claro que dichas políticas no tienen nada que ofrecer al ciudadano. Es más, el continuismo en esta línea desde cualquier Gobierno no conduce más que al empobrecimiento del pueblo, al expolio de la nación, al trasvase acelerado de la riqueza común a menos manos, a la reducción progresiva de las conquistas sociales y democráticas, a la pérdida de la soberanía y de la libertad a manos de los “acreedores” y a la disolución de facto del Estado griego. No basta un cambio de Gobierno o unas elecciones si con ello no se rompe con el marco de los “compromisos” adquiridos y con la política de endeudamiento y rescate. Si dentro de la Unión Europea no se crea urgentemente un frente común entre los pueblos para obligar con decisión a las instituciones de gobierno a construir un proyecto realmente democrático y solidario –cosa que se demora pese a la grave situación de muchos países–, la Unión Europea será, cada vez más, un régimen de tiranía, y Grecia sólo podrá salvarse fuera de ella, con una refundación del Estado: disolución del Parlamento, asamblea constituyente, nueva Constitución, moneda propia... Una sucesión de Estado, como se denomina en el derecho internacional, donde ese nuevo Estado tenga margen para decidir qué compromisos asume o no de los contraídos por el Estado anterior.
Un Parlamento sin oposición
Pero el gran problema político es que en Grecia no hay oposición. Hay un Gobierno colaboracionista y una oposición meramente retórica. No hay una oposición decidida de verdad a romper con el marco político que ha llevado a los griegos a la onerosa situación en la que viven, a un expolio y a una degradación tan sólo comparable a la de territorios ocupados o en guerra. Y la inexistencia de esa oposición ha quedado sobradamente demostrada durante los últimos cuatro años –ya casi cinco–, en los que los políticos griegos han aceptado que se obligue al país a contratar uno de los mayores préstamos de la historia tan sólo con los votos del partido en el Gobierno, en los que han aceptado un presidente impuesto por los acreedores para la salvaguarda de sus intereses, en los que han firmado –uno tras otro– ignominiosos memoranda que han llevado la sociedad a la ruina, en los que han aprobado más de cuatrocientas enmiendas plegados a las directrices de la Troika, en los que han pisoteado repetidamente la Constitución y los derechos humanos, en los que han hecho la vista gorda ante delitos de lesa patria, y en los que han dejado al pueblo solo, pidiendo justicia frente a una barrera policial.
Si hubiera realmente oposición, todos los que en el Parlamento dicen oponerse a estas políticas deberían haberlo abandonado ya, demostrando así que no quieren ser cómplices de ese teatro de títeres desprovisto de soberanía y legitimidad, y forzando su disolución. Deberían abandonar el Parlamento y ponerse del lado de la sociedad, bajar a la calle, estar en la primera fila de los que salen a pedir que se detengan de una vez los sacrificios humanos en aras de intereses privados; dar ejemplo inequívoco de su fidelidad al pueblo griego y dejar que ese Gobierno solo, debilitado y desacreditado, trate de mantenerse en pie ante el oprobio de la comunidad internacional. Eso es oposición real, pero eso es lo que falta en esta farsa de estentóreas alarmas y verdades ocultas.

DdA, XII/2903

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