Hacía tiempo que no tenía noticias de mi estimado, leído y admirado Pedro Olalla, que con tanta perspicacia suele escribir interesantes análisis sobre la realidad socio-política que se vive en Grecia, país en el que reside desde hace más de veinte años y donde tiene reputado y merecido prestigio como helenista. Olalla (pedroolalla.com) es además autor, entre otros libros, de Historia Menor de Grecia. Una mirada humanista sobre la agitada historia de los griegos (Acantilado, 2012) y Atlas Mitológico de Grecia (Lynx Edicions, 2002), y de las películas documentales Ninfeo de Mieza: El jardín de Aristóteles y Con Calliyannis. Hoy el artículo que ha tenido la amabilidad de enviarle a este Lazarillo versa sobre la posibilidad de la victoria de Syriza en Grecia en las próximas elecciones generales y de sus consecuencias, sin falsas y alarmas, y verdades ocultas en aquel país y en Europa:
"Desde el triunfo de Syriza en las
últimas elecciones al Parlamento Europeo –en las que fue el partido
griego más votado y consiguió obtener seis escaños–, las encuestas
realizadas durante los pasados meses sobre la expectativa de voto de los
griegos han ido dando a dicha coalición de izquierda un margen de
ventaja de entre cuatro y diez puntos sobre el actual partido en el
Gobierno, Nueva Democracia. Dicha circunstancia –comparable, en este
aspecto, al caso de Podemos en España– ha hecho saltar algunas alarmas
en Grecia y en Europa cuyo origen y alcance conviene analizar sin
aspavientos.
Un curioso precedente
Estos días, en Grecia, ante la verosímil perspectiva de que
el partido gobernante pierda las próximas elecciones generales, el
desasosiego del establishment local y europeo se ha traducido
ya en una nueva campaña de desprestigio y miedo: “O nosotros o el caos”.
Algo así sucede ahora también en España: los partidos tradicionales se
agitan porque tienen miedo de Podemos; pero, en el caso de Grecia, las
últimas elecciones generales del año 2012 supusieron un precedente
clarificador de esta estrategia actual de intimidación y derribo.
En aquellos comicios –cuyo objetivo, hablemos claro, no era
otro que el de legitimar cómodamente a través de las urnas la política
impuesta hasta el momento de forma coercitiva y antidemocrática desde el
núcleo neoliberal europeo–, el insólito ascenso de Syriza en la primera
vuelta impidió formar Gobierno en mayoría, puso en peligro el statu quo
del bipartidismo secular y, de cara a la segunda vuelta, hizo saltar la
alarma y el miedo: el miedo del bipartidismo a ser apartado del poder
político, el miedo de las élites beneficiarias a que se acabara el
juego, el miedo de unos y otros a que se abrieran procesos y se
depuraran responsabilidades con nombres y apellidos, y el miedo de
Bruselas y Berlín a perder sus lacayos en Grecia y a que un peligroso
precedente pudiera interponerse en el camino de su implacable plan de
conquistas a través de la deuda. Todo aquel miedo se vio canalizado
entonces hacia el electorado en una operación de guerra psicológica de
proporciones orwellianas: la amenaza de abandonar el euro, de ser
expulsados del espacio Schengen, de ser apartados de Europa, de caer en
la bancarrota absoluta, de ser atacados por Turquía, de quedarse sin
alimentos ni medicinas, de volver irremediablemente a las cavernas. Y
mientras la mayoría de los medios griegos y europeos propalaban esos
tendenciosos vaticinios de muy discutible base, Nueva Democracia
recorría el país buscando puerta a puerta a sus votantes y recordándoles
a muchos los favores recibidos. Por todo eso, las elecciones de aquel
domingo de junio, en las que finalmente ganó la opción de continuismo,
pasaron a la historia como las más contaminadas y las de mayor
injerencia externa desde la creación de la Unión Europea. El lunes
siguiente, los titulares de los grandes diarios e informativos europeos
afirmaban que Europa “respiraba aliviada”. Hoy, transcurridos ya más de
dos años desde entonces, no hace falta sino remitirse a los hechos para
comprender en qué ha consistido ese alivio y a quién ha aliviado
realmente.
Una controvertida “amenaza”
Ahora, en el discurso mediático oficial, Syriza vuelve a
ser “la amenaza”. Pero no se alarme quien piense que lo es, alármese más
bien quien deposite en ella su esperanza, porque las cosas han cambiado
mucho desde que esta supuesta formación de izquierda radical se ha ido
aproximando al calor del poder.
Aclaremos un punto, antes de proseguir: Syriza no es
Podemos, al menos, genéticamente. Podemos –con todos los matices que
deban señalarse– es una cristalización en forma de partido político del
amplio movimiento generado en las calles a raíz de las protestas de los
últimos años contra los planes de austeridad de la Unión Europea y las
políticas de los Gobiernos nacionales afines a tal ideología. Syriza, en
cambio, ya existía: no nació de la calle, sino de las fricciones y
reorganizaciones del aparato político tradicional. Nació de la adhesión
de la llamada Coalición de la Izquierda (Συνασπισμός της Αριστεράς)
–escindida a su vez del Partido Comunista de Grecia (KKE)– a otras
fuerzas menores del mismo ámbito político, y se constituyó como
coalición independiente en 2004 y como partido en 2012, justo a tiempo
para participar en aquellas controvertidas elecciones.
Si bien entonces, cuando pasó del anonimato a los 71
escaños, Syriza consiguió aglutinar –pese al veto del Partido Comunista
de Grecia– buena parte del voto disidente frente a la política de
austeridad y rescates, ahora las cosas no resultan tan claras. En estos
dos últimos años de vida parlamentaria y flirteo con los poderosos,
Syriza se ha atemperado mucho. Su joven líder, Alexis Tsipras, ya dejó
bien claro, hace más de un año (4/11/2013), en su discurso sobre la Eurozona en
la Universidad de Austin (Texas), que su eventual Gobierno no sacaría
nunca a Grecia de la misma porque “the Eurozone should be saved”. Hace
unos días, un año después de aquellas declaraciones, una comisión de
economistas de Syriza se reunió a puerta cerrada con los “lobos de los
mercados” de la City de Londres –Nomura, Merrill Lynch, Kepler
Cheuvreux, Goldman Sachs, York Capital, Wellington Capital Management,
Pimco, etc.–, acto que, en el caso de un partido que aspira a la
inmediata sucesión en el Gobierno, no puede más que despertar serias
sospechas de colaboracionismo.
Continuismo, no subversión
La verdad es que, a pesar de todas las alarmas, Syriza ya
no asusta a quien tendría que asustar. Su posicionamiento a favor del
euro, su sólida confianza en el proyecto europeo, sus escarceos con los
magnates financieros, su disposición a “negociar” la deuda y su
declaración expresa de que es “su obligación moral garantizar la
continuidad del Estado” convierten esta formación en una opción de
continuismo y no de subversión, y, más aún, en candidato de refresco
para continuar con el bipartidismo dentro del marco establecido. Está
claro: Syriza desea gobernar, no desea romper con ese marco; y dentro de
él –del reconocimiento de la deuda, de los compromisos con los
acreedores europeos, de los memoranda, de la moneda única, de
la financiación en los mercados y de las pautas de la Comisión–, no
puede hacerse otra política distinta a la de austeridad, por mucho que
se empeñe, porque no queda siquiera un ápice de soberanía para ello. Y
no es que Syriza, o cualquier otra fuerza política, no tenga derecho a
promover sus posiciones y a aspirar al poder; pero, con tales
posiciones, carece éticamente del derecho de presentarse como
“oposición” y como “alternativa” al sistema existente. Si no lo sabe,
debería saberlo; y, si lo sabe, no debiera ocultarlo.
Así las cosas, creando falsas expectativas, Syriza está a
punto de convertirse en el último espejismo del pueblo griego. En
válvula de escape que siga evitando la rebelión social y que prolongue
por unos años más la agonía y la destrucción de este país y de este
pueblo. Si sube al poder confiada en hacer la tortilla sin romper los
huevos, no podrá hacer más que la misma política que marca el núcleo
duro de Berlín y Bruselas, servir al mismo amo en una nueva fase, y, lo
que es peor, pagar el agotamiento de los Gobiernos anteriores
prestándose a que el error de sus políticas estalle en las manos de “un
Gobierno de izquierdas” y a preparar así el terreno para un relevo
fresco de nuevos “salvadores” de la misma cantera, que ya trazan sus
planes para el día después.
Cuatro años largos de rescates e intervencionismo han
dejado ya claro que dichas políticas no tienen nada que ofrecer al
ciudadano. Es más, el continuismo en esta línea desde cualquier Gobierno
no conduce más que al empobrecimiento del pueblo, al expolio de la
nación, al trasvase acelerado de la riqueza común a menos manos, a la
reducción progresiva de las conquistas sociales y democráticas, a la
pérdida de la soberanía y de la libertad a manos de los “acreedores” y a
la disolución de facto del Estado griego. No basta un cambio de
Gobierno o unas elecciones si con ello no se rompe con el marco de los
“compromisos” adquiridos y con la política de endeudamiento y rescate.
Si dentro de la Unión Europea no se crea urgentemente un frente común
entre los pueblos para obligar con decisión a las instituciones de
gobierno a construir un proyecto realmente democrático y solidario –cosa
que se demora pese a la grave situación de muchos países–, la Unión
Europea será, cada vez más, un régimen de tiranía, y Grecia sólo podrá
salvarse fuera de ella, con una refundación del Estado: disolución del
Parlamento, asamblea constituyente, nueva Constitución, moneda propia...
Una sucesión de Estado, como se denomina en el derecho internacional,
donde ese nuevo Estado tenga margen para decidir qué compromisos asume o
no de los contraídos por el Estado anterior.
Un Parlamento sin oposición
Pero el gran problema político es que en Grecia no hay
oposición. Hay un Gobierno colaboracionista y una oposición meramente
retórica. No hay una oposición decidida de verdad a romper con el marco
político que ha llevado a los griegos a la onerosa situación en la que
viven, a un expolio y a una degradación tan sólo comparable a la de
territorios ocupados o en guerra. Y la inexistencia de esa oposición ha
quedado sobradamente demostrada durante los últimos cuatro años –ya casi
cinco–, en los que los políticos griegos han aceptado que se obligue al
país a contratar uno de los mayores préstamos de la historia tan sólo
con los votos del partido en el Gobierno, en los que han aceptado un
presidente impuesto por los acreedores para la salvaguarda de sus
intereses, en los que han firmado –uno tras otro– ignominiosos memoranda
que han llevado la sociedad a la ruina, en los que han aprobado más de
cuatrocientas enmiendas plegados a las directrices de la Troika, en los
que han pisoteado repetidamente la Constitución y los derechos humanos,
en los que han hecho la vista gorda ante delitos de lesa patria, y en
los que han dejado al pueblo solo, pidiendo justicia frente a una
barrera policial.
Si hubiera realmente oposición, todos los que en el
Parlamento dicen oponerse a estas políticas deberían haberlo abandonado
ya, demostrando así que no quieren ser cómplices de ese teatro de
títeres desprovisto de soberanía y legitimidad, y forzando su
disolución. Deberían abandonar el Parlamento y ponerse del lado de la
sociedad, bajar a la calle, estar en la primera fila de los que salen a
pedir que se detengan de una vez los sacrificios humanos en aras de
intereses privados; dar ejemplo inequívoco de su fidelidad al pueblo
griego y dejar que ese Gobierno solo, debilitado y desacreditado, trate
de mantenerse en pie ante el oprobio de la comunidad internacional. Eso
es oposición real, pero eso es lo que falta en esta farsa de estentóreas
alarmas y verdades ocultas.
DdA, XII/2903
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