Antonio Aramayona
Mientras sonaban las doce campanadas del Año Nuevo y nos 
repetíamos los buenos propósitos de siempre para el año entrante, 
centenares de enfermos de hepatitis C seguían encerrados en hospitales 
de toda España (Madrid, Girona, Córdoba...)
 No pedían caprichos y regalos navideños, ni siquiera vivienda o 
trabajo, sino algo aún mucho más básico y sencillo: continuar viviendo. 
Un principio activo (sofosbuvir), comercializado como Sovaldi por el gigante farmacéutico californiano Gilead,
 ofrecía esperanzas fundadas de curación en combinación con algunos 
otros medicamentos, pero un gran obstáculo se cruzaba en su camino: su 
precio. Por obra y gracia de la mano invisible de Adam Smith
 y de la omnímoda libertad que poseen los dueños del mercado para 
imponer precios y condiciones, Gilead, que no inventó el fármaco, sino 
que compró el laboratorio que lo creó, dictaminó que el precio del 
tratamiento de 12 semanas era de 84.000 dólares, llegando a 168.000 
dólares en los casos (pacientes afectados por el genotipo 3 del virus) 
que precisan tratamiento durante 24 semanas.
El hiperlaboratorio 
farmacéutico no salía así de su función básica: ganar dinero y obtener 
el mayor beneficio posible, comprando la patente y comunicando a 
enfermos e instituciones sanitarias el precio establecido. Sin embargo, 
los Gobiernos de los distintos países echan cuentas y ven que no tienen 
dinero suficiente para costear el medicamento para todas las personas 
afectadas. Y como siempre, la decisión final es que paguen el pato los 
130 a 170 millones de seres humanos infectados con hepatitis C. En otras
 palabras, la historia interminable o el eterno retorno de lo mismo. 
Personalmente,
 procuro hacerme cargo de estas situaciones con empatía con las personas
 encerradas e infectadas con el virus de la hepatitis C, por lo que mi 
primer impulso es acosar día y noche a los responsables de las 
instituciones sanitarias centrales y autonómicas con la esperanza de que
 se les atraganten el turrón y las uvas, y rectifiquen. Mi segundo 
impulso es desear con todas mis fuerzas que esos ¿responsables? 
gubernamentales vivan durante unos meses en el infierno de saberse 
infectados o saber que sus familiares más próximos están infectados por 
el virus de la hepatitis C (no otra cosa me viene a la cabeza cuando, salvatis salvandis,
 me topo con una barrera arquitectónica en un edificio público, 
equivalente para mi silla de ruedas a subir a la cumbre del Aneto).
Si
 algo hay hoy realmente intocable y sagrado en el mundo occidental 
bienviviente es el mito de la propiedad privada. En algunas 
Constituciones se quiere maquillarlo con expresiones añadidas que poco o
 nada significan en el terreno de la vida real: economía "social" de 
mercado, "interés general" o "bien de la comunidad". De hecho, quien ose
 poner en tela de juicio los intereses, objetivos y reglas del mercado 
(=de los grandes propietarios, financieros, empresarios y especuladores 
en general) será objeto de toda suerte de descalificaciones y sanciones.
 Arreciará sobre las personas, las instituciones y los Gobiernos que 
osaren no aceptar el precio de Sovaldi impuesto por Gilead una tormenta 
de amenazas y presiones por cometer tamaño acto de rebeldía contra los 
sacrosantos designios de los amos del mercado.  
En tal caso, los 
Gobiernos están entre la espada y la pared, a poco que la ciudadanía 
despierte de sus letargo: qué es más fundamental e importante, el 
derecho a la propiedad privada (Constitución española. Art. 33) o el derecho universal a la vida y a la integridad física y moral (Constitución, art. 15; artículo 3 de la Carta Universal de los Derechos Humanos).
 Dicen los Gobiernos  (por ejemplo, el español) que solo pueden atender 
los casos muy graves por no haber recursos económicos para todos los 
infectados de hepatitis C (900.000 personas solo en nuestro país). Sin 
embargo, se me ocurren unos cuantas formas de obtener recursos más que 
suficientes  sin lesionar lo más mínimo los derechos y las libertades de
 la ciudadanía, pero sobre todo tengo la clara certeza de qué decidir 
ante el dilema de escoger entre el derecho a la propiedad privada de un 
producto farmacéutico por parte de un laboratorio, por muy californiano 
que sea, y el derecho a la vida y a la salud de un ser humano. 
Por
 desgracia, no tenemos gobernantes dispuestos a resolver el dilema a 
favor de la ciudadanía y hacer realmente efectivos todos y cada uno de 
los derechos humanos fundamentales y las libertades públicas, pues 
básicamente son vasallos y lacayos de los verdaderos dueños del mundo: 
los amos del dinero y de las cachiporras.
El HP / DdA, XII/2888 

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