Como en todos los oficios y en todas las profesiones, hay esforzados e impecables y
hay miserables. Pues bien, también en el
periodismo español. Miserable es un adjetivo suficientemente
expresivo para describir a esos periodistas que, prevaliéndose de los privilegios
inherentes a su rol social y a su presencia permanente en tribunas públicas, difaman. Me refiero a
esos que no citan las fuentes de las acusaciones que divulgan por respeto a
"sus" fuentes, convirtiéndolas en rumor: "Dicen
algunas asociaciones que usted se ha lucrado ilícitamente, o que usted es un aprovechado o
que usted es un ladrón..." “Fulano tiene otras cuentas además de la de Suiza, en otros
tantos paraísos fiscales repartidos por el mundo” Como la víctima del fuego amigo elegido
por la cúpula para expiar la culpa de incontables corruptos del mismo partido ya
está mediáticamente condenada, todo el mundo me creerá aunque exagere, se dice a sí mismo ese periodista. Aquí está su bajeza.
Otras veces mienten sin más. Ignoran, los muy necios que
hoy día la ciudadanía sabe leer muy bien la realidad y distingue lo verosímil de lo cocinado. Por eso
insisten, contumaces, en su miopía o en su estrabismo. Porque
suponen que la mentira repetida una y otra vez acaba calando en los lectores,
en los oyentes, en los televidentes. Seguir
atribuyendo machaconamente la autoría de actos terribles a otros
entes distintos de los determinados por la justicia, es otro rasgo de esos
periodistas miserables. Todavía, después de once años y ya cosa juzgada,
mantienen públicamente que el atentado ocurrido en la estación de Atocha de Madrid en 2004
fue obra del terrorismo vasco.
Esos miserables, ebrios por haber descorchado
supuestamente casos de escándalo se atreven a desafiar a la deontología del periodismo al hacer
frecuentes asertos sin más fundamento que la rotundidad. No piensan que nosotros podamos
pensar que si realmente fueran ellos los verdaderos investigadores de un caso
de corrupción sonado, ese "honor" les bastaría y no tendrían necesidad de recurrir
a la exageración que tan a menudo lucen.
Luego, cuando una formación política que
cuenta entre sus cabezas visibles con personal de un alto coeficiente
intelectual dedicado a la enseñanza superior emerge como valedora de la
justicia social, ellos, periodistas neoliberales confesos, al ver en ese partido un serio
peligro para la ideología que el periódico defiende, al carecer de mejores argumentos rebuscan entre las imaginarias e irrisorias debilidades personales de
su cúpula. Les da igual. Con ello, por un lado suponen venderán más ejemplares y por otro confían en que debilitarán al enemigo actual de la ideología del
periódico.
Pues bien, lo mismo que el periodismo en
general distingue frecuentemente entre la responsabilidad penal y la
responsabilidad política de los políticos, hora es de distinguir también entre la
responsabilidad penal en que pueda incurrir el periodista, y su responsabilidad
ética. Es preciso depurar la difamación, el rumor y el libelo, y de paso el insulto a la inteligencia de quienes les leemos o
escuchamos.
Esos son algunos de los periodistas que
predominan en esta sociedad española. Por eso no debe extrañar que los
movimientos sociales emergentes se planteen la regulación de la libertad de expresión para que haya límites dictados por la razón y por el sentido común y no sólo sean los jueces los que
decidan tales límites. Ha de evitarse que ese "calumnia que algo queda" sea una
amenaza constante y fácil en manos del periodismo contra los ciudadanos y ciudadanas
que están o han ido a la política para remover de ella a los ladrones y villanos.
Por último, ya sabemos que la prensa
escrita está tocada de muerte y que por eso mismo algunos periodistas que trabajan
en ella recurren cada vez con más frecuencia al sensacionalismo y al
amarillismo para vender más ejemplares. Pero si deseamos elevar un poco -sólo
un poco- el nivel de esta miserable democracia, debería empezar este país por
impedir o dificultar a esos periodistas miserables que hagan noticia de escándalo de lo irrelevante, y dosifiquen la noticias a su
conveniencia y a la de su periódico, que se dediquen más a la hipérbole y al libelo
que a informar verazmente, y más a ofender con sus patrañas a quienes no les
gusta que a hacer del rigor
informativo el valor supremo del periodismo. La ciudadanía española está necesitada
de muchas cosas, pero también de una ética que es la expresión final de la
grandeza de los pueblos y de las naciones y en España parece sepultada.
DdA, XII/2908
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