La pregunta es si un cambio de rumbo de la política española es ya
posible. Y cabe ser pesimistas al respecto. Porque quienes mandan y
quienes les dejan mandar, porque así mandan algo también ellos, parece
que tienen las cosas bastante amarradas.
Carlos Elordi
En un país democrático, la violación de las normas
que supone el cese del fiscal general por parte del gobierno habría
generado formidables respuestas. Aquí se calla o, a lo sumo, se constata
el hecho. Se da por bueno lo ocurrido y nadie de los que deberían
hacerlo exige una investigación sobre la veracidad de los “motivos
personales” indignamente aducidos por Torres Dulce. Que debería terminar
en los tribunales si, como todo lo indica, ha mentido al respecto.
En un país democrático, si la mayoría abrumadora de una pieza tan
decisiva del sistema como es la Sala Segunda del Tribunal Supremo
denunciara en términos inequívocos y muy duros la presión del gobierno
en el trabajo de los jueces se abriría una crisis institucional de
enormes consecuencias. Aquí, aunque esa crisis ya se ha producido de
hecho, la cosa tiene toda la pinta de terminar olvidada en pocos días.
En ningún Parlamento de un país democrático se habría propuesto, por
muy grande que fuera la fuerza del partido que lo hiciera, que una
persona que ha tenido que dimitir de su cargo en el Gobierno por estar
implicada en un escándalo de corrupción fuera premiada con la
vicepresidencia de una comisión de dicho parlamento. Aquí, con el
nombramiento de Ana Mato, Rajoy ha demostrado muy a las claras que sus
promesas de regeneración y de lucha contra la corrupción son pura farsa.
Pero, al día siguiente, las Cortes han seguido funcionando como si tal
cosa. Sin que el parlamento haya estallado por tamaña tropelía, que es
lo que habría ocurrido en cualquier país de nuestro entorno. En la
Alemania de Angela Merkel, en la Francia de François Hollande, o en Gran
Bretaña. Tal vez solo podría haber pasado en Italia, ejemplo máximo de
lo peor que España ha emulado, si n o superado.
Tales
aberraciones se han producido en un solo día. Si se repasa lo ocurrido
en las últimas semanas, la lista se agranda hasta hacerse insoportable. Y
es muy probable que en un inmediato futuro pasen cosas aún más
terribles. Porque con tal de no perder, o de ganar, las elecciones
generales, el Partido Popular parece dispuesto a todo. Desde echar al
juez que investiga su corrupción a dictar una ley que reprimirá
brutalmente a quien se atreva a protestar en la calle, pasando por
devolver la televisión pública a los tiempos de Franco. Y nadie parece
dispuesto a impedírselo. ¿En qué han quedado los instrumentos que las
leyes han creado para impedir los abusos del poder por parte del
gobierno? ¿Por qué nadie en la oposición siquiera se plantea
utilizarlos? ¿Dónde están la sociedad civil, las innumerables
instituciones de nombres rimbombantes que deberían ser su expresión, las
agrupaciones de ciudadanos excelentes? ¿Sirven para algo más que para
lucir cargos y negociar prebendas?
La impunidad de un
gobierno que viola cada vez con menos pudor las reglas básicas de la
democracia, confirma que la crisis política española es mucho más grave
de lo que se cree. Porque sí, los desmanes corren a cargo del PP. Pero
no aparece nadie que esté dispuesto a frenarlos o, cuando menos, a dar
los pasos necesarios para que un día el partido de Rajoy termine pagando
por ellos. Lo cual hace pensar, y cada día que pasa está más claro, que
el gobierno tiene las manos libres para hacer lo que quiera, que
actuará únicamente en función de sus cálculos e intereses, sabiendo que
nadie va a tratar de impedírselo. Puede que hablando con propiedad eso
no configure una dictadura, pero en la práctica es eso lo que tenemos.
La sociedad civil organizada ha decidido abstenerse al respecto. Y los
demás partidos políticos se limitan a declarar en contra de tal o cual
abuso, sin pensar por un momento en actuar en consecuencia. Ellos están a
otra cosa. El PSOE, a evitar un descalabro electoral inventándose un
líder, detrás del cual sólo hay lo mismo de siempre, el peso
insoportable del pasado, la falta absoluta de ideas, la incapacidad de
renovación real y ahora también las querellas intestinas. IU parece
incapaz de salir de su guerra interna y a nadie de ese partido se le
ocurre, por algo será, que lanzarse a una guerra contra los desmanes del
gobierno podría ayudarle mucho a dejarla bastante de lado. Los partidos
nacionalistas, otrora actores importantes en la escena española, y
algunas veces para bien, están a lo suyo, como si lo que pasa en Madrid
no les afectara.
Y Podemos ha desaparecido de la
escena. Es de esperar que su silencio sea sólo un recurso táctico
provisional. No es una decisión fácil de entender con la que está
cayendo, pero con todo Podemos sigue siendo una esperanza para mucha
gente. La de que, si tiene éxito en las elecciones, removerá el estanque
cada vez más fétido de la política española.
La
pregunta que, sin embargo, es cada vez más legítimo plantearse es si un
cambio de rumbo de la política española es ya posible. Cuando menos en
el horizonte previsible, más allá del cual todo son sueños o fantasías. Y
cabe ser pesimistas al respecto. Porque quienes mandan y quienes les
dejan mandar, porque así mandan algo también ellos, parece que tienen
las cosas bastante amarradas. En todos los planos. Tanto es así que sólo
un empeoramiento súbito y drástico de la economía podría modificar el
panorama. Pero, ¿quién es tan amoral para desear que eso ocurra,
sabiendo que los más débiles serían los que más sufrirían si se
produjera?
elDiario.es
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