Juan Antonio Hormigón
La cosa es recurrente. Reconozco haber tratado en diferentes
ocasiones esta cuestión, pero quizá nunca con el titular de cabecera. El
término subvención se ha convertido en punto de referencia repetitivo
para admonición de los neoliberales confesos de la derecha y de los que
se llaman, para desgracia común, de izquierdas. Para ser blanco de
invectivas y sospechas genéricas sin pizca de responsabilidad por parte
de quienes las profieren.
Se busca presentar la subvención como un acto de beneficencia
gubernamental, con frecuencia sujeto al capricho o las arbitrariedades
de los poderes públicos, fruto de la magnanimidad de los gobiernos
turnantes. Se busca relacionar este hecho tan sólo con la cultura o las
cuestiones sociales, que los neoliberales presentan como prescindibles o
algo peor, pero callan lo que se da a diferentes sectores de la
producción y, en ocasiones, para ácida irrisión de la concurrencia, a
bancos o empresas en crisis que cuando ganaron todo fue para ellos.
Criterios similares son fruto de las formas políticas de un país
democráticamente insuficiente y atrasado.
En repetidas ocasiones hemos propuesto que el término subvención se
sustituya, de una vez por todas, por el de “inversión pública”, sea en
cultura o en las diferentes actividades en que ésta tenga sentido y
razón. Decimos inversión pública porque de eso se trata. Bien por pacto
estatal o por política del gobierno, una serie de diferentes actividades
de la vida social son consideradas como sectores estratégicos que deben
contar con inversión pública para su mejor existencia y desarrollo. Las
razones son diversas: asegurar las necesarias condiciones de vida de
los ciudadanos, su formación, su desarrollo cívico integral, la
preservación del patrimonio material e inmaterial, garantizar una vida
digna a las clases populares, asegurar y potenciar el desarrollo de las
expresiones artísticas, generar la investigación y la ciencia,
incentivar algunas áreas de la producción, etc.
La inversión pública supone y expresa ante todo un compromiso del
Estado y la voluntad y convicción política de un gobierno, en el
desarrollo de unas actividades concretas. En consecuencia, la sanidad y
la educación públicas dejan de ser una concesión, para constituir un
derecho de la ciudadanía emanado de una obligación del Estado que los
diferentes gobiernos administran y que, en ocasiones, pretenden
destruir. Quienes desde la óptica neoliberal intentan acabar con ellas
para convertirlas en mercancía y negocio, los periodistas y “expertos”
que se dedicaron a decir que “no hay dinero para pagarlas”, son ante
todo traidores al interés común y antipatriotas vendidos a los intereses
del gran capital nacional y transnacional.
Aunque pocas veces se indica que sea así, otro tanto podría decirse
de las formas de expresión cultural, el desarrollo científico y la
investigación, la protección a la infancia o los dependientes, el
sistema de pensiones, las nuevas tecnologías, la presencia y difusión de
las culturas de España en el exterior, la promoción de medios de
comunicación veraces y democráticos, etc. En todos estos casos, no hay
que confundir la pertinencia de estos propósitos con la existencia de
casos de corrupción o de prácticas viciadas que son fruto de
incompetencias de sus responsables, así como de la falta de solvencia de
los mecanismos de control que deben arbitrarse siempre.
Cada uno de estos capítulos necesita de políticas concretas que den
sentido y eficacia a las inversiones públicas que a ellos se destinan.
El campo de la cultura en particular, ha padecido una situación de
permanente orfandad en todos estos años. La primera cuestión que sería
preciso dilucidar es el sentido que se tiene de la cultura sobre la que
es susceptible hacer una inversión pública. La cuestión es etérea. Hay
problemas de ejecución y de proteger la calidad de lo que se ejecute,
pero también de contenidos. Éstos deberían incluir desde la conservación
del patrimonio hasta todas aquellas expresiones que promuevan la
conciencia crítica y cívica de los ciudadanos, pasando por las que
contribuyan a la difusión de saberes o el desarrollo de aquellos
aspectos humanos que son tributarios de los disfrutes estéticos. Pero
también es necesario invertir al unísono en la preservación y desarrollo
de las culturas populares.
Igualmente sería necesario establecer unas líneas de trabajo que
propiciaran el robustecimiento de la producción cultural y sus vías de
difusión, a fin de favorecer el mejor acercamiento a la ciudadanía. Esto
se articula en programas culturales coherentes y asentados, que no sean
un mero catálogo de frases hechas y lugares comunes. Pero deberían
incluir la aceptación de que la cultura no es una mercancía, sino un
bien necesario para el bienestar público e individual y además, por si
fuera poco, un elemento sustantivo de la vida y salud democrática de la
comunidad. Puede esperarse de ella, en ocasiones, que recupere recursos
de quienes la disfrutan. Pero constituye un elemento anómalo y
conceptualmente perverso, considerarla un negocio y deducir que su
importancia o valor residen en su rentabilidad inmediata.
Diseñar las políticas culturales debiera ser una responsabilidad
ineludible en el programa de los partidos políticos. Evitaríamos
improvisaciones, incoherencias y, sobre todo, nos permitiría saber a qué
atenernos. No sólo se trata de que crezca lo necesario la partida
presupuestaria de cultura, sino de que se explique el sentido y
finalidad de las inversiones que se llevarán a cabo. Ahora es ya no es
tiempo de demoras.
Y un repique final para los ascendentes rampantes a manera de
reflexión: la juventud no debe ser nunca sinónimo de cultivar la
idiotez. Quizá tengan estupendos economistas y sociólogos, pero hay
cosas que tal vez no conozcan en toda su profundidad. El diseño,
organización y gestión de la cultura en un país con el patrimonio y el
capital humano de España, no puede ser fruto de la improvisación ni de
lo que trajinen unos grupitos que tienen unas cuantas “ideicas” con lo
que se les ocurre.
Les pondré un ejemplo: una partida de ciudadanos conspicuos, sabios,
ponderados y responsables, poco tendría que hacer a la hora de discutir
de un problema sanitario complejo. Una tarea semejante corresponde a
profesionales expertos en la materia. No todo puede ser fruto de algunas
“ideicas” que se nos ocurren. Pues en la cultura sucede lo mismo,
aunque pueda parecer cosa de nada a algunos. Porque de tanto caer en
estas simplezas, así nos va.
DdA, XI/2852
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