lunes, 24 de noviembre de 2014

LA PERMANENTE ORFANDAD DE LA CULTURA EN ESPAÑA

 El diseño, organización y gestión de la cultura en un país con el patrimonio y el capital humano de España, no puede ser fruto de la improvisación ni de lo que trajinen unos grupitos que tienen unas cuantas “ideicas” con lo que se les ocurre
Juan Antonio Hormigón

La cosa es recurrente. Reconozco haber tratado en diferentes ocasiones esta cuestión, pero quizá nunca con el titular de cabecera. El término subvención se ha convertido en punto de referencia repetitivo para admonición de los neoliberales confesos de la derecha y de los que se llaman, para desgracia común, de izquierdas. Para ser blanco de invectivas y sospechas genéricas sin pizca de responsabilidad por parte de quienes las profieren.
Se busca presentar la subvención como un acto de beneficencia gubernamental, con frecuencia sujeto al capricho o las arbitrariedades de los poderes públicos, fruto de la magnanimidad de los gobiernos turnantes. Se busca relacionar este hecho tan sólo con la cultura o las cuestiones sociales, que los neoliberales presentan como prescindibles o algo peor, pero callan lo que se da a diferentes sectores de la producción y, en ocasiones, para ácida irrisión de la concurrencia, a bancos o empresas en crisis que cuando ganaron todo fue para ellos. Criterios similares son fruto de las formas políticas de un país democráticamente insuficiente y atrasado.
En repetidas ocasiones hemos propuesto que el término subvención se sustituya, de una vez por todas, por el de “inversión pública”, sea en cultura o en las diferentes actividades en que ésta tenga sentido y razón. Decimos inversión pública porque de eso se trata. Bien por pacto estatal o por política del gobierno, una serie de diferentes actividades de la vida social son consideradas como sectores estratégicos que deben contar con inversión pública para su mejor existencia y desarrollo. Las razones son diversas: asegurar las necesarias condiciones de vida de los ciudadanos, su formación, su desarrollo cívico integral, la preservación del patrimonio material e inmaterial, garantizar una vida digna a las clases populares, asegurar y potenciar el desarrollo de las expresiones artísticas, generar la investigación y la ciencia, incentivar algunas áreas de la producción, etc.
La inversión pública supone y expresa ante todo un compromiso del Estado y la voluntad y convicción política de un gobierno, en el desarrollo de unas actividades concretas. En consecuencia, la sanidad y la educación públicas dejan de ser una concesión, para constituir un derecho de la ciudadanía emanado de una obligación del Estado que los diferentes gobiernos administran y que, en ocasiones, pretenden destruir. Quienes desde la óptica neoliberal intentan acabar con ellas para convertirlas en mercancía y negocio, los periodistas y “expertos” que se dedicaron a decir que “no hay dinero para pagarlas”, son ante todo traidores al interés común y antipatriotas vendidos a los intereses del gran capital nacional y transnacional.
Aunque pocas veces se indica que sea así, otro tanto podría decirse de las formas de expresión cultural, el desarrollo científico y la investigación, la protección a la infancia o los dependientes, el sistema de pensiones, las nuevas tecnologías, la presencia y difusión de las culturas de España en el exterior, la promoción de medios de comunicación veraces y democráticos, etc. En todos estos casos, no hay que confundir la pertinencia de estos propósitos con la existencia de casos de corrupción o de prácticas viciadas que son fruto de incompetencias de sus responsables, así como de la falta de solvencia de los mecanismos de control que deben arbitrarse siempre.
Cada uno de estos capítulos necesita de políticas concretas que den sentido y eficacia a las inversiones públicas que a ellos se destinan. El campo de la cultura en particular, ha padecido una situación de permanente orfandad en todos estos años. La primera cuestión que sería preciso dilucidar es el sentido que se tiene de la cultura sobre la que es susceptible hacer una inversión pública. La cuestión es etérea. Hay problemas de ejecución y de proteger la calidad de lo que se ejecute, pero también de contenidos. Éstos deberían incluir desde la conservación del patrimonio hasta todas aquellas expresiones que promuevan la conciencia crítica y cívica de los ciudadanos, pasando por las que contribuyan a la difusión de saberes o el desarrollo de aquellos aspectos humanos que son tributarios de los disfrutes estéticos. Pero también es necesario invertir al unísono en la preservación y desarrollo de las culturas populares.
Igualmente sería necesario establecer unas líneas de trabajo que propiciaran el robustecimiento de la producción cultural y sus vías de difusión, a fin de favorecer el mejor acercamiento a la ciudadanía. Esto se articula en programas culturales coherentes y asentados, que no sean un mero catálogo de frases hechas y lugares comunes. Pero deberían incluir la aceptación de que la cultura no es una mercancía, sino un bien necesario para el bienestar público e individual y además, por si fuera poco, un elemento sustantivo de la vida y salud democrática de la comunidad. Puede esperarse de ella, en ocasiones, que recupere recursos de quienes la disfrutan. Pero constituye un elemento anómalo y conceptualmente perverso, considerarla un negocio y deducir que su importancia o valor residen en su rentabilidad inmediata.
Diseñar las políticas culturales debiera ser una responsabilidad ineludible en el programa de los partidos políticos. Evitaríamos improvisaciones, incoherencias y, sobre todo, nos permitiría saber a qué atenernos. No sólo se trata de que crezca lo necesario la partida presupuestaria de cultura, sino de que se explique el sentido y finalidad de las inversiones que se llevarán a cabo. Ahora es ya no es tiempo de demoras.
Y un repique final para los ascendentes rampantes a manera de reflexión: la juventud no debe ser nunca sinónimo de cultivar la idiotez. Quizá tengan estupendos economistas y sociólogos, pero hay cosas que tal vez no conozcan en toda su profundidad. El diseño, organización y gestión de la cultura en un país con el patrimonio y el capital humano de España, no puede ser fruto de la improvisación ni de lo que trajinen unos grupitos que tienen unas cuantas “ideicas” con lo que se les ocurre.
Les pondré un ejemplo: una partida de ciudadanos conspicuos, sabios, ponderados y responsables, poco tendría que hacer a la hora de discutir de un problema sanitario complejo. Una tarea semejante corresponde a profesionales expertos en la materia. No todo puede ser fruto de algunas “ideicas” que se nos ocurren. Pues en la cultura sucede lo mismo, aunque pueda parecer cosa de nada a algunos. Porque de tanto caer en estas simplezas, así nos va.

DdA, XI/2852

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