Esperanza Ortega
Sin duda la actualidad española invita a escribir columnas ingeniosas
sobre el tema de la corrupción. Antes de ayer mismo, Cospedal, con su
estilo cantinflero, nos ofreció su discurso sobre lo que se puede y lo
que no se puede hacer para evitarla. Afirmó refiriéndose a los suyos:
“no podemos” hacer nada más. Por eso mismo han de dejar paso a los que
sí que pueden. La mejor definición de la situación en que se encuentran
nuestros políticos la ha dado Villa, el minero millonario que afanó
hasta los subsidios de sus camaradas: dice padecer el “síndrome
confusional” para no tener que explicar de dónde sacó el dinero que
legalizó por medio de la amnistía fiscal de Montoro. Es el mismo
síndrome que les aqueja a tantos, comenzando por el Presidente de
Gobierno. Pero, mientras nos divertimos con las chanzas de Esperanza
Aguirre, la cazatalentos gansteriles, ha llegado el invierno con sus
lluvias y vientos huracanados. La pobreza en invierno araña con más
saña, solo hace falta leer “Las cenizas de Ángela” para saber que la
humedad de la fría estación es el mayor enemigo de los pobres. Y dentro
de los pobres, de los niños, los pobres de solemnidad absoluta. Aunque a
los diputados del PP les dé la risa -¡qué torpeza la suya al burlarse
de Pedro Sánchez cuando aludía a la pobreza infantil en el Parlamento!-
hay un dato sobre el que deberíamos detenernos a reflexionar con algo
más que pesadumbre: los niños españoles están entre los más pobres no sé
si del primer o del segundo mundo, de nuestro mundo, en cualquier caso.
Muchos no tienen lápices ni gomas ni cuadernos con los que llenar la
mochila para acudir a hacinarse en escuelas públicas y concertadas, en
las que les esperan maestros desorientados, que no saben si continuarán
con ellos el curso que viene o tendrán que saludarles desde la cola del
paro. Pero lo peor de todo es que estos niños no han encontrado nada con
lo que hacerse un bocadillo porque la despensa de su casa está vacía
-ya no encienden el frigorífico, ¿para qué?, y a muchos les han cortado
la luz. “Despensa y escuela”, era la contraseña de Joaquín Costa, el
político regeneracionista de principios del Siglo XX, con ella pensaba
abrir las puertas del progreso. Su slogan expresa de nuevo la solución
al problema más urgente de nuestro país. Estuve en Madrid este fin de
semana y reinaba una calma inaudita. Ya no había mareas cerca del
Congreso y nadie se acercaba a Génova con pancartas y sobres en la mano.
La mayoría silenciosa está esperando a que llegue el momento de
comprobar lo que puede hacer con su voto. Pero los niños, ¡al menos los
niños!, tienen que comer mientras tanto. De no ser así, cualquier día
nos encontraremos a la niña de Rajoy congelada en una esquina con un
fósforo apagado entre los dedos; ¿se acuerdan aún de su torpe y meliflua
lección de hipocresía en aquel debate televisivo?. Otros problemas no
podrán resolverlos, pero acabar con la hambruna infantil no es difícil.
Se necesitaría mucho menos de lo que han robado sus íntimos durante el
último año para llenar las despensas de todas las escuelas y dar de
comer gratuitamente a todos los niños españoles, incluso sobraría para
que se llevaran a casa una bocadillo y un yogurt. La medida no les
avergonzaría ni a ellos ni a sus familias, y de paso no nos
avergonzaríamos tanto nosotros, los que no padecemos el síndrome
confusional y sabemos que, pudiendo, nada se hace porque no se quiere
hacer. Despensa y escuela, así de sencillo.
DdA, XI/2836
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