Alejandro López Andrada
Un pasillo de jaras, lentiscos, y el silencio violeta del monte, eran su
diario, el cuaderno de hierba en que sus pasos se escribían. Nunca piso
el resplandor de las moquetas, ni olió el perfume feliz de los
palacios. Pero sostuvo en sus dedos la emoción del sol trasponiendo en
los cerros del estío, entre veredas y caminos de caolín. Los mejores
años de su juventud los pasó trabajando junto a su marido. Una casa en
el monte, al pie de una arboleda, y sus
cuatro hijos varones, conformaban la sustancia lumínica de su felicidad.
La dignidad, la honradez, la fortaleza, también la ternura, habitaron
su carácter. Para mí, y para muchos, fue un modelo de mujer. Hoy, a esta
hora, la entierran allá, en mi pueblo. La noticia no aparecerá en la
prensa, ni ocupará un segundo las pantallas de una televisión pensada
para imbéciles. En este país sólo adoran a los famosos, a los que tienen
pupilas de cuché. No obstante, en la galería de mis héroes, ella
siempre estará destellando como un astro, guiando mis pasos, mostrándome
el camino de la dignidad, el amor, la sencillez.
DdA, XI/2850
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