Fernando Soler
Médico y vocal de la Asociación Derecho a Morir Dignamente
Cuando la gestión de la cosa pública se deja en manos de administradores manifiestamente incompetentes, incapaces incluso de detectar un inaudito incremento del patrimonio automovilístico
en su propio garaje, no hay razones para esperar una buena gestión del
día a día corriente. Pero desde luego que las hay para asegurar el
desastre en caso de producirse una crisis grave que exija una capacidad
resolutiva elevada y rápida.
No es mi objetivo entrar a valorar
en profundidad la cascada de acontecimientos a los que han dado lugar
las actuaciones de los Gobiernos de España y de la Comunidad de Madrid
desde que, hace dos meses, tomaran la infausta decisión de trasladar a
Madrid al primero de los religiosos infectados por el virus del ébola.
Remito al lector a los dos lúcidos artículos publicados en El Huffington Post por mi compañero y amigo Carlos Barra.
Sí
quiero proporcionar a los lectores algunos elementos adicionales de
reflexión que pudieran ayudarles a sacar sus propias conclusiones.
Nadie
hasta ahora nos ha explicado las verdaderas razones que justificaron a
juicio del Gobierno de la nación, la repatriación de dos enfermos en
situación de extrema gravedad y con una probabilidad de supervivencia
mínima, para recibir un tratamiento experimental que, con un coste
infinitamente menor y sin riesgo alguno para la salud pública española,
podría habérseles hecho llegar a allí donde se encontraban. Mucho me
temo que ser sacerdotes católicos fue la verdadera razón para actuar con
ellos justo, al contrario de lo que se había hecho recientemente con la también española Emma Rodríguez. Esta debe ser también la razón para que el traslado se haya realizado gratis total,
a pesar de que la orden religiosa a la que pertenecían los dos
repatriados, Los Hermanos de San Juan de Dios, facturan y cobran a
precio de mercado -mercado oligopólico- los servicios sanitarios que
prestan al Sistema Nacional de Salud.
La justificación que el
Gobierno dio a la población española a la que ponía en riesgo es que no
había tal riesgo. La primera de las dos razones que esgrimían las
autoridades, se caía por su peso: el virus era poco contagioso, al no
trasmitirse por el aire y requerir el contacto físico. No hay que ser un
lince para comprender que traer aquí enfermos infectados es el modo
perfecto de hacer posible un contacto físico. La otra razón es que
disponíamos de todos los protocolos adecuados para manejar la situación
con seguridad y de unos profesionales magníficamente entrenados y
capacitados para llevarlos a la práctica. Basta leer la primera carta del doctor Echevarría, publicada en El Huffington Post
y comparar lo que se hace en Sierra Leona con lo que vamos sabiendo
sobre la versión española del protocolo antiébola, para comprender que
el entrenamiento y la práctica protocolaria de la que tanto presumía el
Gobierno que nos trajo el problema a casa, están muy, pero que muy por
debajo del nivel de Sierra Leona.
Nuestros responsables políticos
y, lo que es mucho más grave, los técnicos que les asesoran e informan,
parecen ignorar que, al menos en las ciencias biológicas, y la medicina
lo es, las verdades científicas lo son sólo en tanto no se muestran
falsas.
A lo largo de mi vida profesional he asistido a la sonora caída de algunas verdades científicas indudables.
En
nuestra profesión hay muy pocas certezas absolutas del tipo "la
decapitación produce la muerte". Nos movemos en grados mayores o menores
de incertidumbre y aprendemos desde muy temprano y bastante
dolorosamente que una probabilidad de uno por millón no significa lo
mismo que imposible. Mucho menos, una entre mil. El riesgo cero no
existe.
Si fuera correcto aplicar porcentajes siendo la casuística
tan corta, podría concluirse que el riesgo real de contagio por ébola
con el protocolo español, en las condiciones de aplicación dadas, es del
50%. Uno de cada dos pacientes tratados.Una frecuencia inexplicable
dada la baja contagiosidad y el uso de los protocolos necesarios y
suficientes para prevenir el contagio.
En este momento, gracias al
valor que han demostrado compañeros y compañeras sanitarios al
denunciar las condiciones en que se han visto obligados a trabajar -lo
que, vista la calaña de algunos responsables sanitarios, seguro que no
les va a suponer un ascenso profesional-, vamos completando la certeza
de que las cosas se han hecho mal y, siendo asumible que el grado de
responsabilidad debe ir parejo al sueldo recibido e inverso al riesgo
soportado, los dos máximos responsables de que estemos en una alerta
sanitaria -sin otro parangón que el caso del envenenamiento por el
aceite tóxico- son la señora ministra Mato y el consejero Rodríguez.
La actuación de la señora Mato se ha limitado a estar
en una rueda de prensa que sirvió para dejarnos a todos mucho más
preocupados viendo quién lleva el timón de esta emergencia sanitaria,
pero el talante chulesco y provocador del consejero de sanidad de Madrid
ha rizado el rizo de lo tolerable, no ya en el responsable de la
Sanidad de Madrid, sino en cualquiera que pretenda merecer el nombre de
persona.
Se necesitan dosis de maldad y cobardía enormes; hay que
ser muy miserable para intentar salvar el propio culo a costa de
insultar, humillar y acusar sin pruebas a una profesional que, por un
sueldo raquítico, se ofreció voluntaria para correr un riesgo que, sin
la menor duda, el orondo consejero no habría aceptado. Engañar a la
opinión pública, decir que Teresa mintió y ocultó su riesgo es además un
insulto a nuestra inteligencia. No hay ninguna explicación para tal
ocultación que sólo perjudicaba a quien la cometía presuntamente. La
vileza del consejero Rodríguez precisa remontarse hasta Manuel Lamela
para encontrar un precedente. Un triste modelo. Lo que sí ha quedado
meridianamente claro es que mintió el consejero Rodríguez cuando explicó
con aire de suficiencia que todos los profesionales que atendieran a
los dos enfermos seguirían un estrecho programa de seguimiento tras su
trabajo. La evidencia le desmiente y le acusa.
Y por si no fuera
bastante indecencia el trato dado a Teresa, la manera de actuar con
Excalibur, su perro, no puede ser sino el resultado de unir la
ignorancia con la maldad y ausencia del mínimo sentimiento humano.
No
había razones de salud pública para el canicidio de Excalibur. Allí
donde la enfermedad es tristemente conocida, no hay ninguna evidencia de
que los perros supongan riesgo para los humanos. La segunda carta del doctor Echevarría
lo deja meridianamente claro. Sacrificando -nunca más indicado el verbo
sacrificar- a Excalibur, no sólo se desperdició la oportunidad de
aprender del experimento natural que se tenía a la mano: un perro
contactado y aislado en su domicilio. Se infligió un grave daño a Teresa
y su marido y, aunque en grado no comparable, a todos los dotados de
una mínima sensibilidad.
Cuando me enteré de que se había consumado esa decisión irracional e irrazonable resonó en mi memoria el "¡Que se jodan!" de la diputada Fabra.
Nada podrá convencerme, vista la miseria moral acreditada por el
consejero Rodríguez, de que tras la decisión de acabar con Excalibur no
había un "que se joda Teresa". Y encima, para redondear la jugada, leo el documento de la Consejería de Sanidad de Madrid en que se denomina ¡eutanasia! al
acto cobarde e inútil perpetrado con el pobre animal. Las palabras no
son inocentes y menos en determinadas bocas. Entérese el consejero y
cuantos por debajo de él tengan algo que ver en el uso de tan
desafortunada expresión. Matar a un animal enfermo y sufriendo -lo que
no era el caso en absoluto- no es una eutanasia, sencillamente porque la
petición lúcida y reiterada por parte del protagonista es un elemento
imprescindible en la eutanasia. Ya está bien de confundir al personal
con la intención no confesada de desacreditar el término asimilando
eutanasia a conductas tan poco honorables como la padecida por
Excalibur.
Terminaré confesando mi perplejidad ante un hecho que
no termino de asimilar: el mismo día en que la petición de salvar a
Excalibur conseguía 80.000 firmas, la
petición de DMD para que se despenalice y regule legalmente la
eutanasia -en humanos capaces, evidentemente- apenas lograba unos
centenares.
Con unas y otras cosas, recordando la viñeta en
que Mafalda pedía que parase el mundo para bajarse, pensé que de no ser
por personas como Teresa, o los doctores Parra y Echevarría, habría como
para tirarse en marcha.
El Huffington Post DdA, XI/2812
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