Miguel Barrero
He encontrado el montaje por ahí, colgado
en el batiburrillo de las redes sociales, y lamento desconocer el
nombre de su autor, porque ha sabido contraponer dos imágenes separadas
por dos siglos para evidenciar lo que es en realidad una misma escena
atravesada por el hilo invisible del tiempo. La de la izquierda muestra a
Excalibur, el perro sacrificado de la enfermera infectada de
Ébola, ladrando o aullando en la terraza del piso de Alcorcón donde
quedó aislado y solo después de que sus dueños ingresaran en el hospital
Carlos III. La de la derecha reproduce una de las obras más enigmáticas
de Francisco de Goya, adscrita a la serie de pinturas con las que el
sordo genial, en esa última etapa de su vida en la que navegó
continuamente sobre unas aguas arremolinadas por las turbulencias de la
lucidez y la locura, decoró los muros de aquel lugar terrible y
alucinógeno que debió de ser la Quinta del Sordo. Las dos imágenes
poseen sobrada potencia por separado. Puestas una al lado de otra,
conforman un breve mosaico que cautiva y sobrecoge, un mudo diálogo en
cuyos términos reconocemos algo que acaso no podamos precisar, pero que
inevitablemente relacionaremos con el sentido profundo que emana de
nuestra larga andadura colectiva.
A Excalibur lo asesinaron con el
aplauso de los unos, las quejas de los otros y las dudas de unos
cuantos que nos preguntábamos si no hubiera sido mejor aprovechar su
sobrevenida condición –el único perro del mundo del que sabemos a
ciencia cierta que permaneció varios días en contacto con una persona
infectada por el virus, según han explicado no pocos científicos– para
iniciar una investigación sobre las causas del Ébola, su aún no probada
transmisión entre personas y animales y las razones por las que esas
mascotas parecen recuperarse de sus efectos con relativa facilidad.
Nadie pareció tener eso en cuenta en un Gobierno que acostumbra a matar
moscas a cañonazos y cuyos adalides sanitarios cogieron especial tirria
al cánido cuando vislumbraron en sus ojos acuosos –ningún culpable sale
indemne de la mirada de un perro– el reproche por lo que posiblemente
haya sido la peor decisión jamás tomada por un Ejecutivo español desde
la llegada de la democracia. La imagen de Excalibur llorando en
su terraza es la imagen de la soledad, pero también la del desamparo,
la de un animal que extraña a la dueña a la que tal vez no vuelva a ver y
que acaso intuye el aciago final que le aguarda a él mismo. No ha
habido forma de precisar las circunstancias que envuelven al otro perro,
al de Goya, ni las causas por las que pudo quedar semihundido en esa
superficie que unas veces se asemeja a un terreno pantanoso y otras
parece un océano emponzoñado y marronuzco, con las aguas oscurecidas por
el mate del crepúsculo que se cierne al fondo como un telón
apocalíptico. No ladra ni llora este perro de mentira y, sin embargo,
tan real; sólo mira al frente, hacia ese montículo que lo aprisiona o
esa ola que lo engullirá pronto, con la impasibilidad de quien sabe que
la única opción posible es la de resignarse ante los desastres que
quedan por venir. Ambos perros, el pintado y goyesco y el muy corpóreo Excalibur,
contemplan a la adversidad cara a cara, conscientes de que no hay nada
que hacer salvo legar a la posteridad el pobre consuelo de una derrota
digna. Los dos animales simbolizan algo que no sé muy bien qué es, pero
que quizás tenga algo que ver con esta triste historia nuestra. Con este
errático vagar por mares cenagosos. Con esta constante exposición a un
oleaje inclemente en el que siempre son otros los que nos condenan y nos
hunden.
DdA, XI/2811
1 comentario:
Goya retrataba el horror. Quizá fue apice de videncia que tuvo Goya en uno de sus momentos de locura sobre el horror del futuro que sobrevendría. Quién sabe... Retrató el comienzo de una pesadilla?
Publicar un comentario