La enfermera contagiada por el virus del ébola en Dallas también tenía una mascota en su apartamento, igual que la española Teresa Romero. El perro de la enfermera estadounidense se encuentra en cuarentena y por el momento no presenta signos de contagio. Según el alcalde de la ciudad, "las autoridades se encargarán de cuidarlo".
David Torres
Lo más hermoso y quizá lo más terrible de cuidar de un perro es esa
sensación que percibes alguna que otra vez, cuando crees que el animal
está a punto de decirte algo. Ese momento en que tu perro ladea la
cabeza, gime y te mira con unos ojos que son “dos preguntas líquidas que
te interrogan” como decía Neruda. Entonces, en el brillo de esas
lágrimas, crees haber saltado el puente hacia otra especie, una barrera
biológica más allá de los simples instintos de nutrición y conservación.
Es sólo una ilusión, por supuesto, pero muy profunda, algo así como un
rudimento de empatía quizá exclusiva de los mamíferos. Un amigo me
advirtió, mucho antes de que yo tuviera un perro, que su labrador era
siempre, todos los días de su vida, igual que un niño discapacitado, un
crío inmensamente cariñoso que se ha quedado para siempre en la edad de
tres años, justo en el momento de echar a hablar.
La semana pasada mataron a un perro por las bravas, sin comprobar si
estaba contagiado o no de una enfermedad mortal, sin atender las
peticiones de científicos que solicitaban el estudio del animal por si
se podía extraer algún anticuerpo, sin reparar si había contagiado ya a
otros vecinos u otros chuchos, y sin que su vida importara un carajo. Excálibur miraba
desde la terraza con su par de preguntas líquidas como si la cosa no
fuese con él. Y en cierto modo no iba con él, puesto que los vecinos y
activistas que entorpecieron la labor de los esbirros y matarifes con un
valor y una generosidad admirables estaban luchando esa partida
–perdida de antemano– contra la brutalidad y contra la injusticia no en
nombre de los canes maltratados del mundo sino de nuestra propia
especie. Poder matar a un animal indefenso y no hacerlo: eso sí que es
un signo de civilización, de cultura, de progreso, no el mantenimiento
de esas tradiciones bárbaras y paletas que fomentan el sufrimiento y el
despellejamiento de los más débiles: el machismo asesino, las
sanguinarias fiestas de pueblo, la esclavitud, la caza, la guerra.
Algún día, ojalá no muy lejano, entenderemos que los mamíferos
superiores son nuestros hermanos, que merecen mejor suerte que el
matadero, la plaza de toros o el balazo cobarde y traicionero de un
banquero de mierda. Puesto que nuestra naturaleza consiste en rebelarnos
contra la naturaleza, en inventar medicamentos para no morirnos cuando
llega nuestra hora, en volar cuando no podemos volar y en insistir en
garabatear papeles y piedras contra la muerte, algún día comprenderemos,
incluso los carnívoros irredentos como yo, que la época de los
cazadores ya se acabó y que el vegetarianismo no es sólo cuestión de
salud sino un principio moral básico. Es cierto que el hombre evolucionó
como tal a través de la violencia y la sangre, pero sospecho que, igual
que abandonamos la antropofagia como una práctica repugnante, un día
admitiremos el error existencial que supone alimentarse del miedo y el
dolor de otras especies. No será demasiado difícil puesto que la ciencia
nos ofrece ya, a través del tratamiento de células madre, la
posibilidad de cultivar un chuletón de ternera o una pierna de cordero
sin necesidad de sacrificar a una criatura viviente.
En Atenas vi montones de perros y gatos callejeros pero me sorprendió
descubrir que no huían ni se asustaban, al contrario, muchos de ellos
llevaban collar, la gente los alimentaba, los acariciaba y hasta les
había puesto nombre. Uno de ellos, Lakánikos, compartió con sus
compañeros de dos patas la furia y la urgencia de la lucha callejera,
ladró y mordió a los esbirros policiales, recibió palos y patadas
mientras se llevaba en las fauces botes de gas lacrimógeno para limpiar
el aire de la plaza Syntagma. Lakánikos no tenía la menor idea
del utraje y el robo al que habían sometido a su país, ni siquiera sabía
lo que era un país, pero sí tenía instinto suficiente para saber de qué
lado estaba el mal: esos ogros con máscaras, chalecos, armas y porras
que a lo largo de la historia han sido siempre los perros guardianes de
los ricos. Cuando en la revista Time lo nombraron persona del
año sabían muy bien lo que estaban haciendo: no iban a poner a un
banquero ladrón o a un político comprado a la altura incomparable de un
perro.
Lakánikos murió de un fallo cardíaco resultado de los gases
inhalados y las heridas de sus días de gloria, se apagó tranquilamente
en brazos de una familia que lo amaba y que lo había adoptado como a un
hijo peludo de cuatro patas. Excálibur murió solo y asustado,
como tantos chuchos callejeros apaleados y tantos galgos de caza
colgados de una rama. Los que se burlaron de la compasión y el coraje de
quienes lucharon para evitar esa estúpida canallada, incluso quienes se
burlaron de su muerte (“que le den por culo al perrito” escribió en
este mismo diario un pobre hombre), dicen con su desprecio y su falta de
compasión mucho más de ellos que del perro. De hecho, lo dicen todo,
porque es exactamente la misma falta de amor y de piedad que hemos
mostrado con nuestros hermanos de piel negra que están muriendo en
África no sólo de ébola, sino también de hambre, de sed, de guerras y
miseria. Vi hace unos días en youtube un video sorprendente donde
un pastor alemán echaba agua sobre unos peces recién pescados, como si
intentara reanimarlos. Nunca podremos saltar sobre esa comparativa,
nunca podremos saber si el animal realmente sentía esa agonía y estaba
conmovido por ella, pero sólo a nosotros corresponde saltarla.
Únicamente a nosotros, los humanos, nos está permitido ser humanos en
lugar de ser simplemente una plaga. Yo sólo sé que mi perra Sombra,
una cocker negra que es todo pelo y corazón, de vez en cuando me mira
desde el otro lado de la noche y le faltan palabras. Quizá algún día
descubra que lo único que quería decirme es nada más que “Bienvenido”.
Punto de Fisión DdA, XI/2813
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