Jaime Richart
El capitalismo de librecambio ha tocado a su fin. La concentración
de capital ha dado lugar a grandes monopolios que acaparan sectores enteros de
la producción.
Los capitalistas han dejado de ser competidores anónimos dentro
de un mercado desconocido y la libre competencia se ha trasformado en su
contrario. La competencia en esta época del capitalismo consiste en que sólo
los grandes monopolios pueden competir entre sí. El estado ha dejado de ser
propiedad de la burguesía para pasar a estar controlado sólo por los sectores
monopolistas de la burguesía. El estado sirve ahora sólo a los capitalistas
dueños de grandes monopolios.
El elevado desarrollo de la producción capitalista se ha concentrado
en unos pocos grandes monopolios y este fenómeno puede observarse en todos los
países. Unas pocas empresas controlan cada sector (telefonía, transportes,
etc.) frente a los rasgos iniciales del capitalismo donde en cada sector
competían muchos pequeños productores.
El papel de los bancos y la fusión de éstos con el capital
industrial llevan a la formación del capital financiero y al poder de la
oligarquía financiera. Los bancos ya no son pequeños prestamistas. Los
volúmenes de capital en liza son tan grandes que su actividad se vuelve
imprescindible para la producción. Aún más, la información y la capacidad de
incidencia que tienen los bancos los convierten en un centro decisivo y
decisorio para la economía, pero también para otros planos sociales que tienen
que ver con la economía, de cada país.
La exportación de capital adquiere una gran importancia
respecto a la exportación de mercancías, característica de la fase precedente
del capitalismo. Esto facilita la penetración y el expolio de las grandes
potencias contra los países menos desarrollados.
Asociaciones de capitalistas internacionales se reparten el
mundo, y las potencias capitalistas más importantes terminan el reparto
territorial. En la época del librecambio, en el siglo XIX, las burguesías de
los distintos países buscaban nuevos países para obtener más materias primas y
nuevos mercados donde colocar sus mercancías. Dicho proceso ha terminado. El
mundo se ha repartido territorialmente de forma completa y concreta. Esto
obliga a cualquier potencia a desplazar o someter a otros países (o a otras
potencias) si pretende obtener más materias primas o ampliar su mercado. Y si
no lo hace las que sí lo hagan se acabarán haciendo más poderosas.
Con todo ello se ha formado una cadena imperialista. Es decir,
una jerarquía entre las distintas potencias cuyos eslabones de alianza y
dependencia (o sometimiento) se establecen según la fuerza (política y militar)
y según el capital que poseen. Para poder competir y desarrollarse cada
potencia se ve sometida al papel que ocupa en dicha cadena. Dadas estas
condiciones el sistema político que prevalece es el propio de aquellas potencias
que se colocan a la cabeza para dominar al resto de países a costa de
someterlos de una u otra manera.
El capitalismo, pues, hoy, es más que nunca una máquina de
destrucción masiva de grandes porciones de sociedad y al mismo tiempo del
planeta. Hay que destruirla. España, si no le hace frente, será el país del
sistema en Europa que caerá primero. No en balde España es la expresión rampante
y final, repugnante y caciquil del capitalismo financiero. La última estampa
recién salida del horno nacional es la de centenares de miles, quizá ya
millones, de personas sumidas en el sufrimiento, en el lloro e incluso en el
suicidio por la falta absoluta de recursos y por la suerte que les han deparado
el destino, los bancos y el Estado, mientras un ministro dimisionario (que aseguró dejaría la política) acaba de
entrar en el Consejo Consultivo de la Comunidad de Madrid con una retribución
de 8.500 euros mensuales. ¿De verdad que un ser humano puede valer 8.500 veces
más (en este caso, en otros millones y en otros miles de millones) que el que
llama a la puerta del Consejo o a la de Cáritas pidiendo socorro o ayuda?
DdA, XI/2802
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