Manuel Vicent
El terror suele constituir el elemento esencial en los clásicos cuentos
infantiles. En esos relatos los niños siempre corren el peligro de
perderse, de ser raptados, maltratados o devorados por algún ogro. En
las noches de invierno, alrededor de la chimenea, nos contaban unas
historias en las que el bosque era el espacio más fértil para la
imaginación. Allí habitaban enanitos risueños, gnomos y elfos
que eran criaturas de gran belleza, duendes inmortales, pero el bosque
también estaba lleno de lobos disfrazados de torvos leñadores que
querían comerse a Caperucita. Allí solía haber una gruta inaccesible
donde una princesa encantada se hallaba bajo el poder del dragón, aunque
al final siempre llegaba a rescatarla un príncipe a caballo. El bosque
era una línea oscura entre el terror y la fantasía. En el lugar donde
una doncella había sido violada brotaba un manantial. Ningún bosque
medieval puede compararse a la intrincada selva de Internet. En ella
está toda la magia de la inteligencia humana y también su más sucia
perversión. El beso con que el príncipe despertaba a la Bella Durmiente
ha derivado en el porno más duro. El bosque digital se ha convertido en
un laberinto lúbrico, que rezuma sexo tórrido por todo el teclado.
Caperucita ha decidido quedarse el sábado en casa y su abuelita está muy
contenta porque la cree a salvo de los malos. La abuelita no sabe el
peligro que corre su nieta adolescente en su cuarto si comienza a
adentrarse en el bosque de Internet con la tableta. Puede que, de
repente, a altas horas de la noche se vea con terror a sí misma posando
de forma obscena en la pantalla. ¿Quién le robó esa foto? Bajo su imagen
aparece un mensaje de amor que le manda un desconocido. Así comienza un
lobo digital a comerse a Caperucita.
El País DdA, XI/2806
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