Juan Antonio Hormigón
En España en muchas ocasiones, ciertos políticos actúan como
trileros: practican el engaño sistemático adoptando semblante fingido de
honradez y seriedad. Otros actúan como charlatanes de baratillo, pero
no es raro que el charlatán y el trilero vayan de la mano. No pocas
veces se practica el trile más zafio no por tahúres callejeros sino por
individuos de ambos sexos, enfundados en ternos deslumbrantes,
combinados con corbatas de Hermes o pañuelos de Dior. El problema para
ellos consiste en que interpretan muy mal sus personajes y se nota de
lejos que se dedican al burle.
Buena parte de la población española es consciente de que la ley
electoral es un burle que posibilita que el partido que supera el
cuarenta por ciento de los votos, obtenga de regalo una mayoría absoluta
en cuanto al número de diputados. Es injusto, muchos reclamamos que se
modifique, cuando se aproxima el lance electoral todos juran que van a
hacerlo, pero todo sigue igual. Sería a todas luces deseable que el
número de votos se refleje en el número de escaños obtenidos, en una
palabra: que se acreciente la proporcionalidad. Eso es lo democrático y
lo demás pasteleo.
Quienes tienen como objetivo prioritario perpetuarse en el poder,
saben que el diseño de una normativa electoral adecuada les permite
apropiarse de mayorías que no se corresponden con el número de votos
obtenido y, de paso, asientan un bipartidismo que sólo lo es en
apariencia, porque a menudo se puede comprobar que ambas formaciones
acaban defendiendo lo mismo.
La historia no es nueva sino que se repite. La ley electoral que no
contempla la correlación entre votos y representantes electos, no es
democrática por más que lo cacareen sus defensores. Las
circunscripciones uninominales, en las que el candidato ganador se queda
con la totalidad de la designación porque el resto de votos de nada
sirven, sistema que conservan los británicos, es un modo de evitar la
aparición de fuerza emergentes que representen otros segmentos sociales o
ideas. Es una forma de consolidar el statu quo que conviene a los
segmentos dominantes, y constriñe la diversidad social. Por eso la ley
electoral constituye una piedra de toque de la salud democrática de un
país. Una ley determinada puede alterar gravemente la voluntad de la
sociedad, haciendo aparecer como visibles absolutos a quienes son
minoría.
Recordaré una historia a manera de ejemplo: Después de la “marcha
sobre Roma” de las escuadras fascistas en octubre de 1922, Mussolini fue
encargado por el rey Víctor Manuel III, el 29 de dicho mes, de la
formación del gobierno. Era una claudicación ante la violencia fascista y
el miedo a un golpe de Estado. Mussolini no disponía de la mayoría
parlamentaria ni mucho menos (34 diputados). El grupo más numeroso con
una centena de diputados en una Cámara de 535, era el Partido Popular Italiano, fundado por Luigi Sturzo, de ideología católica moderada. Le seguían el Partido Socialista y el Partido Comunista, fundado en 1921, que era la tercera fuerza.
Sin embargo, los fascistas contaron con el apoyo de los nacionalistas, y el consentimiento del Partido Popular
y de los grupos liberales, para la formación del gobierno, que fue de
coalición en apariencia. Creían mediante este pacto de servidumbre,
asegurar el control de los grandes movimientos de protesta social que se
extendían por el país y lograr el retorno al “orden”. Bien es cierto
que Mussolini había logrado que don Sturzo dimitiera de la secretaría
general del PP, con la colaboración del Vaticano. Por otra parte,
sectores del ejército y gran parte del empresariado eran favorables al
fascismo.
Para consolidar su posición, Mussolini decidió que era necesario
cambiar la normativa electoral, que contemplaba la representación
proporcional, por otra que le garantizara la mayoría mediante el burle,
es decir: regalando al partido más votado la mayoría absoluta. El
pretexto que se utilizó fue el habitual en estos casos: «evitar el
desgobierno» causado por la «dispersión de escaños entre muchos partidos
pequeños». Se trataba de mantener una apariencia “legal”, que
permitiera avanzar hacia la dictadura.
El 9 de junio de 1923, se presentó en la Cámara el proyecto de ley
consiguiente, conocido como ley Acerbo, por ser el diputado Giacomo
Acerbo, un economista fascista, quien la expuso. La ley electoral
contemplaba que la lista más votada si alcanzaba el veinticinco por
ciento de los sufragios, obtenía los dos tercios de diputados de la
Cámara. El tercio restante se repartiría entre los otros partidos
proporcionalmente.
Concretado en cifras: Suponiendo que los electores inscritos fueran
12 millones y los votantes el 60 por ciento, dos millones y medio de
electores podían obtener 356 escaños, mientras cuatro millones y medio
tendrían que contentarse con 180. Todo se diseñó pensando que los
fascistas serían los únicos en alcanzar dicho porcentaje. Mussolini
propuso a populares y liberales que se presentaran en una lista
conjunta.
Aquello suponía un suicidio parlamentario para los partidos que lo
apoyaran. Don Sturzio se había manifestado frontalmente contra este
proyecto y en defensa de la proporcionalidad. Sin embargo, aunque
populares y liberales habían comenzado a apartarse de los fascistas, en
este caso apoyaron la ley. Del Partido Popular, 14 diputados del grupo Católicos Nacionales,
lo hicieron a favor y el resto se abstuvo. Los grupos liberales lo
aceptaron de forma unánime a favor. Sólo los partidos socialista y
comunista se opusieron frontalmente a ley, además de unos pocos
populares seguidores de don Sturzo y algún demócrata individual como
Améndola. El hijo de este, cuyo padre había muerto a consecuencia de un
atentado fascista, diría poco más tarde: “El rey debería haberse
impuesto, echar a Mussolini y hacerlo detener”. No fue así, el rey
otorgaba y la ley fue aprobada el 18 de noviembre.
En las elecciones del 6 de abril de 1924, los fascistas obtuvieron la
mayoría deseada, tras una campaña electoral plagada de violencia e
intimidaciones. En la denominada Lista Nacional, presidida por la
enseña del fascio, iban junto a los fascistas 135 liberales, además de
conservadores y otros que pasaban por demócratas. El 30 de mayo en el
parlamento, el diputado socialista Giacomo Matteotti pronunció
un discurso acusatorio contra lo acaecido. Días después, el 10 de junio,
Matteotti fue secuestrado por los fascistas y asesinado. Hubo muchas
denuncias y reclamaciones que sirvieron de poco. En 1925, Mussolini
suprimía los partidos políticos, excepto el fascista, así como los
sindicatos y la libertad de prensa ordenando el cierre de los periódicos
de oposición; creaba el Tribunal Especial para la Defensa del Estado,
la policía secreta política (OVRA), instituía la pena de confinamiento y
la de muerte, y encarcelaba a los dirigentes de izquierda, entre ellos
Antonio Gramsci, Terracini, Scoccimarro y centenares de antifascistas: Era el Estado totalitario.
Se habla ahora en nuestro país de modificaciones en la ley electoral
municipal. El pretexto en este caso es nada menos que la “regeneración
democrática” y garantizar lo que quienes la inducen consideran
estabilidad. También en este caso se intenta asegurar que quien haya
obtenido un número de votos minoritario, aunque corresponda a la fuerza
política más votada, se convierta en mayoría absoluta. Es fácil
comprobar que ha habido antecedentes y Berlusconi hace unos años,
intentó en Italia reflotar la ley Acerbo.
En 1923, Mussolini decidió que
era necesario cambiar la normativa electoral, que contemplaba la
representación proporcional, por otra que le garantizara la mayoría
mediante el burle, es decir: regalando al partido más votado la mayoría
absoluta
Lo que me fascina, lo que encaja en la noción de la política como
burle, son las justificaciones. Ser el partido más votado sin alcanzar
la mayoría, lo que siempre se denominó minoría mayoritaria, se convierte
en la nueva terminología que se propala en el “partido que ha ganado
las elecciones”. Quienes esto maquinan consideran, según parece, que el
resto de los votos aunque sean mayoría carecen del valor de los suyos. Y
lo dicen con la seriedad de gesto y el semblante de candor del trilero
en la ejecución del burle.
Un ejemplo que he visto poner en alguna ocasión reza: “No puede ser
alcalde alguien que represente a una formación que ha obtenido el siete
por ciento”. ¿Cuántos casos podrá haber en España de este tipo? Pero
oyéndolos hablar parece que la mayoría de nuestros alcaldes sean del
siete por ciento, salvo los suyos, claro está, y que vienen a redimirnos
de tanto atropello. “Que no se decida a los alcaldes en los despachos”,
dicen, considerando como tal a las negociaciones políticas para llegar a
acuerdos, porque eso y no otra cosa es con frecuencia la acción
política. Y en todo caso, cuando la acción política se confunde con
intereses espurios de los amasadores de capital a cualquier precio,
quienes no comparten ese proceder cenagoso deberían hacer una pedagogía
política tendente a que los ciudadanos nieguen el voto a los indecentes,
los profesionales del trinque, los mendaces, etc.
Cosa curiosa: los políticos y el género de periodistas que actúan
como siervos del poder político, han repetido durante días las mismas
frases con las mismas palabras. Me produce un fragante hastío
escucharlos. Son grotescos e inanes, sólo lo que está en juego es cosa
grave. Las repiten una y otra vez sin decir nada más, es de suponer que
no tienen otras ideas al respecto pero igualmente que no osan salirse
del guión. Parece que les haya pasado el urdidor de campañas aquello que
deben repetir y que algunos acabarán creyendo. Es componente clásico
del burle.
Miren ustedes: en 1923 muchos italianos temerosos de los conflictos
sociales creyeron que los fascistas podían traer ley y orden, y los
votaron un año más tarde. Entre ellos estaba Benedetto Croce, que así lo
confesó. Después vino el secuestro y asesinato de Matteotti, la
destrucción de la legalidad democrática, la supresión de los partidos
políticos, de la libertad de prensa, de las garantías constitucionales,
etc. Entonces comprendieron que el fascismo era algo dañino y perverso
para su país pero ya era demasiado tarde para evitarlo. E Italia tuvo
que pasar por un largo camino de padecimientos para lograr quitárselo de
encima, aunque sólo fuera en el plano formal. Puede que ser ciudadano
consista ante todo en pensar en estas cosas y tomar decisiones.
DdA, XI/2787
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