Manuel Vicent
Hubo un orden eufórico, perfecto, el día de la patria catalana, con
cientos de miles de banderas independentistas que avanzaban entre
vítores hacia un altar común erigido en la confluencia de dos grandes
avenidas de Barcelona. El millón de participantes en esta ceremonia
religiosa tenían el corazón inflamado por un fervor mítico bajo la
poderosa energía magnética que despide la masa. Después de tener la
gloria de la patria en la mano, lógicamente la fiesta terminó, se
plegaron las banderas y cada uno hubo de volver a casa. Puede que el
portal siguiera oliendo a repollo como ayer; tal vez en los contenedores
de basura de la esquina hozaban algunos mendigos; sin duda la gente
común se acostó en el jergón donde el tedio se unía cada noche a un
insomnio lleno de sueños rotos y tuvo que levantarse al amanecer para ir
al trabajo, tomar el autobús o el tren de cercanías, cruzarse con las
caras de viajeros anodinos cargados con los problemas de siempre, la
crisis, el paro, los hijos, la mierda absoluta de todos los días. Pero
la fiesta de la patria catalana había sido grandiosa; la independencia
se había desbordado ya en la calle, solo que ahora había que meter de
nuevo el pulpo en la pecera, una labor muy ardua. ¿Dónde estaba Jordi
Pujol? Este padre de la patria era como ese marrajo que lleva clavado el
arpón y desde el barco nodriza le dan sedal hasta el abismo. Jordi
Pujol tenía el arpón clavado por el Estado hacía ya muchos años. Tirando
del sedal lo han sacado a la superficie cuando han creído necesario
para arruinar con su escándalo financiero el fervor de la independencia
catalana. Inútil empeño. Una multitud con las manos en los bolsillos,
oliendo ligeramente a pólvora, contempla los errores obtusos del
Gobierno central contra el fanatismo de unos políticos independentistas
deslumbrados. Esta es la fiesta.
El País DdA, XI/2795
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