Delfos
Jaime Richart
Se supone que en España y en
estos tiempos hablar de austeridad (y más aún aconsejarla) implica un
alto riesgo de rechazo, pues la palabra austeridad evoca inmediatamente
otra espantosa desde el punto de vista gramatical y filológico, que
circula profusamente por el ideario popular: "austericidio". Espantosa,
no por lo que quiere significarse sino porque es rotundamente incorrecta
aun como neologismo, puesto que etimológicamente "austericidio"
significaría "muerte de la austeridad", de la misma manera que homicidio
significa muerte de un hombre y por extensión de un ser humano, y
genocidio muerte o extinción de una raza, de un pueblo o de una etnia. Y
evidentemente, no es esto lo que está sucediendo en España. No se ha
matado la austeridad que no existía, se la han impuesto los poderes al
pueblo en general, aunque ellos para nada se la apliquen. Lo que se ha
matado es el desahogo generalizado que existía entre la población antes
de declararse el crack, la crisis; en cuyo caso, si se desea expresar en
una sola palabra una política funesta para millones de personas,
debería inventarse un neologismo, pero etimológicamente correcto.
Pues
bien, austeridad y sobriedad vienen a ser la misma cosa. De aquí que
relacione la austeridad con el pensamiento ático: "Sé sobrio y aprende a
dudar; esa es la médula del espíritu" es una de las paredes maestras de
la sabiduría clásica. Para los clásicos tanto la sobriedad, la
austeridad, como los grandes dudas que engendran los grandes
conocimientos, son la argamasa del entendimiento.
Pero estos tiempos turbulentos
se caracterizan por todo lo contrario. Tanto la sobriedad como la duda
son graves defectos. En estos tiempos creemos saberlo todo y para todo
hay respuesta. Sin embargo, quizá es cuando menos penetramos la
verdadera realidad aunque la sospechemos. Empezamos por el hecho de que
es sumamente difícil tomar distancia de los acontecimientos, porque la
información se atropella y se solapa la gravedad de unos con la
irrelevancia de otros. La información, a menudo incompleta o
contradictoria, por su abundancia y precipitación circula en torbellino,
conduce al aturdimiento y de aquí se va al error. Al menos en ciertos
asuntos capitales de la existencia: muerte, Dios, origen del ser humano,
etc. no sabemos más que en tiempos en que la sabiduría y el
conocimiento se elevaban sobre la duda y la sobriedad.
No
obstante, para reconocer al verdaderamente sabio es preciso distinguir
entre erudición y sabiduría. La erudición es la acumulación y
memorización de los saberes, pero la sabiduría trasciende a estos y aun
los excluye pues enturbian el conocimiento profundo de rerum natura, de
la naturaleza de las cosas, que es precisamente la sabiduría en estado
puro. Condicionado por ellos y limitado por ellos, al erudito y al
experto les resulta mucho más difícil salirse de su especificidad y
abarcar más allá de su erudición que a quien tiene una visión holística y
exenta de los maquillajes que comportan la cultura de una civilización y
la cultura personal en sentido estricto.
Parece que estamos a
punto de saberlo todo, pero, en lo crucial, del dónde venimos y a dónde
vamos, colectiva e individualmente, no estamos más cerca de la verdad
que las generaciones de la antigüedad de Oro o de los albores de la
humanidad. Tales preguntas siguen sin respuesta. Seguimos en la
conjetura, aunque se hayan multiplicado las respuestas al socaire del
progreso. Pero ninguna certeza material y servible para todos que sea
consecuencia de la evidencia y del conocimiento sensibles; ninguna
certidumbre que no sea, como siempre fue, fruto del deseo y de la
voluntad personal; es decir, fruto de la creencia que, al decir de
Ortega y Gasset, es lo que queda de una idea después de haber sido
aplastada por un martilló pilón.
Quizá
por ello, y aunque todo esto siempre ha existido, se aprecia un retorno
redoblado de los brujos, de la superstición, del curanderismo, del
esoterismo, del horóscopo y de los augures. Seguramente para llenar el
vacío que va dejando la religión cristiana en la medida que a ella le
van abandonando las vocaciones sacerdotales; una religión en su versión
católica que, pese a haber sido impuesta gran parte de su historia a
sangre y fuego o precisamente por eso, no acaba de convencer por su
proverbial falta de congruencia entre la prédica y la acción de los
servidores de la institución que la organiza y por la distancia entre la
teología y el sentido común que se hace preguntas como estas: ¿Necesito
doctores para creer en un Ser supremo? ¿es razonable adorar al
compositor en lugar de disfrutar escuchando su obra? ¿desea ese Ser
supremo a su lado aduladores? Estas y otras preguntas diluyen la
justificación de la religión como un azucarillo se disuelve en un vaso
de agua. Pues una cosa es creer en el Ser supremo y otra creer en un
institución humana que se distingue más por la controversia que suscita que por los bienes civilizadamente reportados.
Así
pues, si las preocupaciones metafísicas no son para quienes sólo deben
atender a su supervivencia, para los que, inquietos, ocasionalmente
tenemos la vida resuelta no hay pauta que pueda igualarse en prudencia
al "nada en exceso", inscripción que figura en el frontispicio del
Templo de Delfos, ni otra sabiduría que pueda compararse al ejercicio de
la sobriedad y a la búsqueda del conocimiento por los caminos de la
duda.
DdA, XI/2.781
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