Algunos de los restantes seres humanos que quedan aún a mi alrededor me
han hecho notar que mi retorno al curso académico del columnismo es
triste y gris. Lo dicen por mi bien, ya lo sé, y me hacen pensar, no se
vayan a creer lo contrario, y yo lo agradezco porque cada día resulta
más difícil encontrar seres humanos que, primero, lean lo que escribes
y, segundo, se tomen la molestia de comentarlo. Al hilo de estas
reconvenciones me lancé a mi parca biblioteca y busqué a Mario Benedetti
(poeta cursi, facilón y sobrevalorado según dicen algunos oráculos
epatantes de tertulia) para leer de nuevo su “defensa de la alegría”
por ver si gracias a ese poema este artículo me salía más soleado. Y la
leo y la releo y hasta escucho como la canta Serrat, y solo consigo
concluir que uno tiene la obligación de defender su tristeza porque lo
que hace Benedetti es, en realidad, decir que la alegría es demasiado
cara y delicada como para dejarla por ahí a la intemperie para ser
malgastada por imbéciles. Uno defiende su tristeza sin intención alguna
de estropear la vida de los demás-, hay algunas tristezas que destilan
una amargura que llega a divertir de puro ácida-, sino porque la
tristeza es, a veces, lo único que me permite saber quien soy en medio
de este folclore permanente de fuegos fatuos, celebraciones,
oportunistas, rufianes, pasmos, sinvergüenzas neutrales con sonrisas de
hiena y anestesias generalizadas. La tristeza no es sencilla, no es solo
nostalgia ni melancolía, ni derecho al pataleo. No es una postura
infantil que niega lo evidente, ni una pose estudiada, ni pura rabia
estéril, ni un rencor seco, ni un ramo de ilusiones marchitas. La
tristeza es el olor que dejan las tormentas del alma, las penas que con
la edad nos crecen prolíficas como verrugas, la anorexia de buenas
noticias que produce la desilusión crónica. La tristeza es la trinchera
en la que uno se esconde a esperar la alegría, un don que será mucho más
saboreado después de esta tristeza, igual que el vagabundo duerme a
pierna suelta en la primera cama que le cobija de la intemperie. Uno
defiende su tristeza porque es la única forma de saber defender la
alegría si es que algún día llega.
Artículos de Saldo DdA, XI/2.781
No hay comentarios:
Publicar un comentario