Andrés Torres
Por lo exagerado, por lo hiperbólico, parecía una escena sacada de Los funerales de la Mamá grande,
con turbios golpes de pecho, nubes negras financieras, altas y pomposas
frases de duelo radiofónico sobrevolando el cielo capitalino en un
círculo de buitres y gallinazos. El Banco de Santander había emitido un
telegrama frío, escueto, aséptico, tan emotivo como la prosa de una
autopsia, donde incluso aprovechaban el segundo párrafo para informar de
una reunión del consejo de administración. Recordaba el chiste aquel
del catalán al que se le muere el abuelo y va a colgar un obiturario en
el periódico:
–Ponga simplemente “Abuelo muerto”.
–Puede poner tres palabras más –le avisa el redactor–. Le vamos a cobrar igual y el mínimo son cinco palabras.
–Bien. Entonces ponga: “Abuelo muerto. Vendo Seat Panda”.
No había que engañarse, ese primer movimiento fue como la retirada de
las aguas en la costa antes de la llegada del tsunami. De repente el
maremoto fúnebre se presentó en forma de alabanzas desmesuradas,
reverencias interminables, elegías y panegíricos improvisados. Cualquier
desprevenido que los oyera podría llegar a pensar que, en lugar de un
usurero, se nos había muerto un benefactor de la humanidad, un gran
poeta, un científico genial, un médico incomparable. Ministros,
empresarios, banqueros, alcaldes, líderes sindicales (sí, Toxo y Méndez,
tan sindicales ellos): todos expresaban su pesar y su consternación
ante la pérdida de aquel hombre al que los billetes se le multiplicaban
en las manos. Ya sabíamos por qué los árboles de la capital se estaban
cayendo a cachos, ofreciéndose voluntarios en un funeral vikingo. No hay
que hacer leña del árbol caído, con hacer un ataúd ya basta.
Un amigo periodista que acudió por la mañana al congreso me dijo que
hubo un momento en que llegó a pensar que los diputados iban a detener
la sesión y ponerse en pie para pedir un minuto de silencio. La bolsa se
desplomaba a toda hostia, llorando acciones como si fuesen lágrimas. El
flamante monarca anunció que había muerto un hombre grandísimo y el
gobierno emitió una nota de condolencia en que, aparte de sus muchas
virtudes, alababa el compromiso del difunto con su país. ¿Qué país?
Cualquiera sabe. Quienes conocían el escondite de los más de dos mil
millones de euros trasvasados al extranjero se preguntaban si en Suiza
las banderas estarían en aquel momento ondeando a media asta. Pero la
expresión era asombrosamente exacta porque el país era suyo hasta tal
punto que la economía, la política y la justicia se plegaban a su
capricho. Cuando una jueza, llevada por un afán inédito, intentó
conducirlo a los tribunales por un fraude millonario, el Tribunal
Supremo se tuvo que sacar de la manga una triquiñuela ad hoc para exonerarlo de sus cargos. La doctrina Botín que, más que una doctrina, es un epitafio.
La mañana del miércoles los diarios digitales estrenaban negritas
nunca usadas, caligrafías aparatosas que desbordaban la pantalla, letras
gordísimas que inspiraban más pánico que respeto. Algún tipógrafo
despistado se echaba las manos a la cabeza, preguntando qué iban a usar
para cuando llegara el fin del mundo, pero el fin del mundo había
llegado ya en forma de un ataque cardíaco golpeando a traición debajo de
una corbata irónicamente roja. A Emilio Botín le había fallado el
corazón, como si no lo supiéramos. Mucha, mucha gente –los estafados,
los desahuciados, los pequeños accionistas a los que fue desplumando uno
a uno o en bloque– se ha alegrado de la muerte de Botín, pero en
realidad su defunción no es más que la última injusticia, el último
truco del mago que sacaba monedas de oreja ajena, el escamoteo
definitivo en que la Muerte usurpa el mazo del juez y anuncia por
enésima vez con voz de pito: “Gaaaaana la banca".
Clika en la foto de abajo y trata de encontrar alguna crítica a Don Emilio. Si la ves, escríbenos a revistamongolia@revistamongolia.com para contarnos tu hazaña.
Puntos de Página
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Público DdA, XI/2787
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