David Torres
Lo peor de la muerte de los tres muchachos israelíes asesinados en
Cisjordania es que su martirio sólo será moneda de cambio para el
interminable comercio de sangre inocente en un conflicto que se alarga
ya décadas. Tres muertos israelíes con nombre y apellidos por unas
docenas, quién sabe si centenares de palestinos anónimos, de los que no
salen en las noticias más que amortajados, porque tampoco tienen más
destino que la tumba. Las bombas no hacen distinciones (como sí las
hacían las plagas de Egipto con las puertas señaladas) y se llevan por
delante no sólo a los terroristas de Hamás sino también a ancianos,
mujeres y niños.
Este infame triple asesinato no pertenece al ámbito de la
criminología sino al de la política, a una compleja trama de odios
históricos cuyo origen se pierde en una interminable cadena de
venganzas. Territorios ocupados impunemente; resoluciones de las
Naciones Unidas con las que Israel lleva medio siglo limpiándose el
culo; cohetes caseros lanzados desde la frontera hacia las luces de los
pueblos hebreos; jóvenes palestinos tirando piedras contra blindados; un
autobús partido en dos y lleno de ancianos judíos ensangrentados;
millones de personas que conviven amontonadas en la cloaca bíblica de
Gaza, extenuadas, sedientas, iracundas; tres jóvenes israelíes muertos
que claman revancha; docenas de niños palestinos reventados cuya sangre
alimentará las ancestrales escuelas del rencor y los gritos de
exterminio contra el pueblo judío.
A la derecha israelí no le interesa descubrir a los culpables porque
ya han dictado la sentencia de muerte y enviado represalias contra el
pueblo palestino. Por eso llaman al ejército, no a la policía. Porque
los culpables (culpables de antemano) son todos los palestinos, todos y
cada uno de ellos; en eso los militares israelíes no se diferencian
mucho de su dios bárbaro del Antiguo Testamento. Van a bombardearlos y a
matarlos desde el cielo hasta que se sientan satisfechos, hasta que su
divina sed de sangre quede saciada. Ojo por ojo, diente por diente, tres
jóvenes israelíes muertos por cuatro o cinco docenas de palestinos. No
es muy justo, ni muy civilizado, pero así funciona la alta política
israelí, la única democracia de la zona.
Imaginemos, por un momento, una novela negra, no demasiado negra
comparada con la bárbara realidad de Gaza y Cisjordania. Un asesino en
serie (da igual la nacionalidad o el credo, ahí está la gracia) que
empieza a matar jóvenes colonos judíos sólo por divertirse y ver cómo
entran a cazarlo con aviones y misiles. No es muy difícil de imaginar:
es como si en Irlanda del Norte, a cada atentado en un bar de Londres,
los británicos hubiesen respondido bombardeando Belfast y alrededores
indiscriminadamente sólo por cobijar a esos matarifes del IRA. Es
exactamente la estrategia homicida del ejército estadounidense en
Afganistán y en Irak, cazar avispas a cañonazos, masacrar a millones de
inocentes en nombre de una cruzada cuyos resultados los ve cualquiera
con dos dedos de frente y una pizca de misericordia. Si Hamás y
Netanyahu están felices, Alá y Jehová deben estar frotándose las manos.
Público DdA, XI/2.735
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