Mientras limpiaba con veneración el polvo que se había posado sobre
aquel piano de cola Steinway & Sons pensó en la hija adolescente que
había dejado al otro lado del Atlántico para venir a buscarse la vida a
España. La niña sí que tocaba bien y sí que le sacaría partido a aquel
instrumento hermoso, negro y carísimo que reposaba en el centro del
salón con vistas al jardín y que nadie tocaba ya salvo el afinador. Una
vez había escuchado decir a la señora de la casa que el Steinway
costaría ahora más de setenta mil euros. ¡Setenta mil euros! Con sueldo
de apenas quinientos euros como limpiadora ella necesitaría trabajar una
vida y no comer para poder comprarlo. El sol de julio caía a plomo
sobre las hamacas aburridas y alineadas frente a la piscina del chalé.
No había nadie en casa y ella estaba agotada después de sacarle brillo a
tantos muebles, a tanta plata y a tantos suelos, así que se sentó en el
taburete de cuero ante el teclado del piano cerrado, apoyó los codos
sobre la tapa del teclado, colocó la cabeza sudada entre las manos y
recordó. Ella también había tocado el piano cuando fue niña -hace
siglos, pensó- mientras sus padres pudieron permitirse pagarle algunos
cursos de piano, solfeo y armonía hasta que la crisis y las dictaduras
acabaron con todo. ¡Qué placer hacer salir música de aquellos viejos
pianos de pared del conservatorio provincial! Recordaba a su viejo
hipnotizado escuchando discos de Richter, Brendel o Arrau interpretando a
Chopin, Beethoven o Bach. Ella tuvo que dejar de hacer dedos en el
teclado para ejercitarlos con las bayetas y los plumeros. Luego pensó
que España sería la solución. Volvió a realidad y se vio reflejada en el
cristal de una de las vitrinas del salón, sentada ante el Steinway mudo
con su uniforme rosa y blanco de limpiadora sudaca, su pelo recogido y
sus guantes de goma. “La fregona que sabe solfeo”, murmuró mientras se
quitaba los guantes con media sonrisa. Sin darse tiempo para la duda,
levantó la tapa y sintió como su cuerpo crecía ante las teclas, como sus
manos cobraban vida propia y como hasta los pájaros del jardín quedaban
mudos cuando ella empezó a tocar “Para Elisa”, el nombre de la hija que
la esperaba sentada al piano al otro lado del mar.
Artículos de Saldo DdA, XI/2.742
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