Alicia Población
Al entrar me recibe un silencio sepulcral. Todos están sentados excepto
una mujer que se apoya en su paraguas y un hombre que se recuesta
pesadamente en la ventana. Como si algo muy trascendente acabara de
pasar, todas las miradas se vuelven hacia mí. "Cuánto tedio", pienso, y
me siento haciendo malabares con el violín y la mochila mientras el
autobús hace la curva. El resto de los presentes se deleita mirando el
insustancial espectáculo matutino.
Realmente hay mucho silencio. En frente tengo a un señor con bigote que
agarra una bolsa entre sus piernas. Le observo; me hacen gracia los
señores con bigote, cuando se ponen nerviosos son incapaces de no
moverlo.
Una señora mayor con un abrigo rojo se queda mirando al vacío. ¿En qué estará pensando? Creo que en sus nietos y en que le duele un juanete, porque retuerce el pie de manera extraña, pero su cara tiene una expresión tierna.
En frente de ella está una mujer sentada con las piernas apretadas y medio de puntillas. En un empeño por parecer menos madura se ha puesto unos leguins apretadísimos y unas botas con cadenas. Tiene un abrigo de leopardo y en su dedo anular luce un anillo tan desmesuradamente grande que me hace plantearme cómo escribirá con aquello puesto. Se mira las uñas, debe estar pensando que el color que ha elegido es demasiado cálido para el frío que hace esa mañana.
Una adolescente con una raya de ojos muy negra y gruesa, y con el pelo por la cara, mira por la ventana empañada mientras escucha música con unos cascos enormes. No sé si está un poco triste o quiere adoptar una pose de indiferencia arisca y seria para ocultar lo que verdaderamente siente.
Un señor con incipiente calva cruza las piernas y sostiene, entrecruzando también sus manos, un paraguas verde oscuro bastante feo.Parece que quiere tener el menor contacto posible con el asiento del bus, ni siquiera apoya la espalda. Me pregunto qué impertinente razón le habrá llevado a coger el transporte público que, según demuestra la altivez de sus cejas, tanto infravalora.
Al fondo hay un par de chicas con mochilas de colegio, bueno, quizá ya de instituto, que están muy interesadas en la conversación que les ofrecen sus respectivos teléfonos. A veces se les ilumina la cara, pero creo que más que por la emoción que pueda tener la charla, es por el brillo de la pantalla.
Una señora se mordisquea el labio mientras temblequea su pierna izquierda insistentemente. Llega tarde, seguro.
A su lado hay una mujer con unas gafas de sol enormes. Se cree que no se le ven los ojos, que analizan, con una pizca de desprecio, todos los movimientos de su compañera de asiento. Solo se explica que lleve gafas de sol para pasar desapercibida en su afición por examinar tan sin reparo a la gente, porque en realidad está lloviendo. Me sorprenden sus labios tan perfectamente perfilados. ¿Cuánto habrá tardado? Solo hay dos posibilidades: O ha tardado mucho, o no ha tardado nada por hacerlo todos los días. De una forma u otra su cara sigue sin decirme nada.
De repente se me ocurre volver la cabeza y me encuentro otros ojos que me observan. Enseguida aparto la mirada y, en mitad de ese silencio, que nunca imaginé que pudiera tener tanto protagonismo en el transporte público, me pregunto si esa otra persona que me miraba estaría analizando, como yo, los rostros del bus.
Una señora mayor con un abrigo rojo se queda mirando al vacío. ¿En qué estará pensando? Creo que en sus nietos y en que le duele un juanete, porque retuerce el pie de manera extraña, pero su cara tiene una expresión tierna.
En frente de ella está una mujer sentada con las piernas apretadas y medio de puntillas. En un empeño por parecer menos madura se ha puesto unos leguins apretadísimos y unas botas con cadenas. Tiene un abrigo de leopardo y en su dedo anular luce un anillo tan desmesuradamente grande que me hace plantearme cómo escribirá con aquello puesto. Se mira las uñas, debe estar pensando que el color que ha elegido es demasiado cálido para el frío que hace esa mañana.
Una adolescente con una raya de ojos muy negra y gruesa, y con el pelo por la cara, mira por la ventana empañada mientras escucha música con unos cascos enormes. No sé si está un poco triste o quiere adoptar una pose de indiferencia arisca y seria para ocultar lo que verdaderamente siente.
Un señor con incipiente calva cruza las piernas y sostiene, entrecruzando también sus manos, un paraguas verde oscuro bastante feo.Parece que quiere tener el menor contacto posible con el asiento del bus, ni siquiera apoya la espalda. Me pregunto qué impertinente razón le habrá llevado a coger el transporte público que, según demuestra la altivez de sus cejas, tanto infravalora.
Al fondo hay un par de chicas con mochilas de colegio, bueno, quizá ya de instituto, que están muy interesadas en la conversación que les ofrecen sus respectivos teléfonos. A veces se les ilumina la cara, pero creo que más que por la emoción que pueda tener la charla, es por el brillo de la pantalla.
Una señora se mordisquea el labio mientras temblequea su pierna izquierda insistentemente. Llega tarde, seguro.
A su lado hay una mujer con unas gafas de sol enormes. Se cree que no se le ven los ojos, que analizan, con una pizca de desprecio, todos los movimientos de su compañera de asiento. Solo se explica que lleve gafas de sol para pasar desapercibida en su afición por examinar tan sin reparo a la gente, porque en realidad está lloviendo. Me sorprenden sus labios tan perfectamente perfilados. ¿Cuánto habrá tardado? Solo hay dos posibilidades: O ha tardado mucho, o no ha tardado nada por hacerlo todos los días. De una forma u otra su cara sigue sin decirme nada.
De repente se me ocurre volver la cabeza y me encuentro otros ojos que me observan. Enseguida aparto la mirada y, en mitad de ese silencio, que nunca imaginé que pudiera tener tanto protagonismo en el transporte público, me pregunto si esa otra persona que me miraba estaría analizando, como yo, los rostros del bus.
Plasmando Detalles DdA, XI/2719
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