Jaime Richart
Todos los mayores de cincuenta
años y algunos menores de esa edad de mente polvorienta que nos han
estado mangoneando en este país durante 37 años, se han dedicado a
reforzar a la monarquía y a la figura del monarca pese a sus lacras
personales y sus deficiencias institucionales.
Y
la prensa escrita, a excepción de un rotativo desaparecido al que
aquellos llevaron a la quiebra retirándole las subvenciones públicas y
periodistas sueltos que no escriben artículos editoriales, no ha hecho
otra cosa que homenajear al monarca y a la monarquía. No ha habido
-salvo ese periódico al que me refiero desaparecido precisamente por
eso- ningún otro de espíritu republicano. Con esto se dice todo acerca
de la ficticia pluralidad ideológica de la que se ufanan constantemente
los dueños feudales de este país. En efecto, todos han puesto todo su
empeño a lo largo de casi cuatro décadas en encumbrar a ese personaje
que liba de inviolabilidad por la gracia de dios, cuyo reflejo induce la
impunidad de mesnadas enteras de ladrones públicos.
Es más, unos y otros fueron los que maquinaron (son superfluas las
pruebas porque hay cosas de la historia que se explican por sí solas y
por inferencia de la lógica formal) el simulacro del golpe de Estado en
febrero de 1991. ¿Con qué propósito? Pues para eso, para robustecer la
figura del monarca cuya legitimidad estaba bajo sospecha en el
imaginario del pueblo al haber llegado al trono de la mano de una
Constitución a su vez enalbardada por quienes habían vivido como señeros
cómplices del dictador y aprobada por el pueblo temeroso de una nueva
involución, y para que la posteridad en la que nos encontramos no
pudiese acusar de parasitismo al personaje.
Por
otro lado, todos los magistrados y fiscales de los tribunales del país
(todos mayores de 50 años) desde los inicios de la Transición llevaban
incorporado al cargo el deber implícito de afianzar a la Corona y a la
figura regia aunque fuese un irresponsable.
En resumidas
cuentas, los menores de 50 años que no se resienten de los resabios de
la guerra civil ni vivieron la cohorte de privilegios de que se rodearon
tanto los muñidores de la Constitución como el resto de politicastros
que se beneficiaron y se benefician de ello, han de tener una visión de
la monarquía y del rey completamente diferente de la que tienen sus
mayores. Y eso significa, nada menos, que han de participar, de modo
natural y absoluto, del espíritu republicano, de la República y de los
valores profundos de la libertad y de la igualdad inherentes al mismo.
Decían los antiguos que cuando los dioses quieren
castigar a un pueblo entregan su gobierno a los jóvenes. Pero esto es
porque en la antigüedad el Consejo de Ancianos, el Consejo de los Cien o
el Senado griego o romano y otras instituciones similares compuestas
por ancianos eran los que decidían. Ahora en cambio, en los países del
sistema y desde luego en España no son precisamente los ancianos los que
deciden (el Senado de aquí está de adorno y originando cuantiosos
gastos: ni decide ni son vinculantes sus dictámenes; sigue sencillamente
las líneas marcadas por los dos partidos mayoritarios). Pero tampoco
los jóvenes, con sus virtudes de intrepidez e ingenuidad, deciden. Son
personajes de mediana edad y por eso mismo maliciados los que toman
decisiones muy alejadas en general de los intereses de pueblo vivo;
personajes emponzoñados por la ambición desmedida y por un yo
superlativo que les ofusca; por un egotismo que les impide distinguir el
bien común del suyo propio y el de la facción en la que se emboscan
para justificar sus errores y sus tropelías.
El rey, que ha pasado a otro tipo de mejor vida, ni
es Anciano a efectos de sabiduría precisamente, ni merece otra cosa que
esfumarse. El valor de la prudencia ha sido desalojado por el temor a
hacer el ridículo o por la desvergüenza, y el empuje de los espíritus
juveniles por la temeridad. Pero no por la temeridad en Política, donde
ni siquiera se pone a prueba ese espíritu porque no se le deja
participar, a no ser testimonialmente.
En definitiva, lo
único que puede poner las cosas del bien general en su sitio son la
República y la juventud en el Poder. Es preciso confiar en que una
mayoría menor de cincuenta años asuma la responsabilidad de conducir a
este país (ahora en lo social triste, dramático y hasta grotesco) a un
nivel superior de convivencia y de conciencia; lo que significa superar
una institución obsoleta y aquí funesta, como es la monarquía restaurada
por la fuerza de las bayonetas en la sombra, sea quien sea quien tome
el cetro.
DdA, XI/2.720
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