Vendrá ahora otro rey de los de a caballo que nos indicará a nosotros,
pobres peatones, cual es el camino de la Historia. Los reyes han tenido
siempre la misión de hacerse cargo de la Historia, como si la Historia
fuese el Alsa Gijón-Oviedo, un medio de transporte explotado como
monopolio oficial sin cuyo uso no se llega a parte alguna, al parecer.
En general, los reyes han tenido casi siempre la sagrada imisión de
convertir la Historia en un coto cerrado en el que solo pueden entrar
según qué gentes. Han expedido los certificados de lealtad, fidelidad y
honestidad a nombre de quienes ha convenido en cada momento y, del mismo
modo, se han encargado de promulgar la excomunión civil para aquellos
que tienen alergia a los tronos, los armiños y las dinastías. Ya
escribió Bertolt Brecht que la Historia recuerda al faraón que mandó
hacer las pirámides pero no guarda ni un solo nombre de los esclavos que
tiraron de los bloques de piedra. “El joven Alejandro conquistó la
India/ ¿Él solo? /César derrotó a los galos. / ¿No llevaba siquiera
cocinero? / Felipe de España lloró cuando su flota fue hundida. / ¿No
lloró nadie más?” El rey Juan Carlos vino a explicarnos quien hizo la
transición: ¿sólo la transitó él? La Historia es una estatua ecuestre
sobre la que cabalgan los reyes fundidos en bronce a la espera de que
esa mayúscula Historia que les pertenece vomite sobre su catafalco una
pátina de honor, que dé al modesto pueblo volátil e ignorante nuevas
razones para seguir creyendo que los reyes son la pieza clave del
ajedrez de los siglos. Vendrá ahora otro rey en su caballo de Troya a
invadir el tablero antes de que los modestos jugadores sepan como se
traba el jaque mate.
Artículos de Saldo DdA, XI/2.720
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