Jaime Poncela
Cuanto más se sabe del asesinato de Isabel Carrasco, más claro queda que 
nada tiene que ver con la política y menos aún con ninguna clase de 
protestas ciudadanas, escraches o manifestaciones. La pura verdad, no la
 de los estrategas de campaña y argumentario, ni la de los tertulianos a
 sueldo y a cuchillo, pone las cosas en su sitio. Como siempre. La 
conclusión es que hay crímenes a secas, crímenes sin más objetivo que el
 de hacer daño, por venganza, por despecho, por matar. No hay tras de 
ellos más que la idea de la muerte ajena como origen y destino. La 
muerte es el bucle que mueve al matarife, y nada más. Pese a que esta es
 una verdad tan vieja como Caín y Abel los descerebrados de una y otra 
orilla del manicomio español han tratado y tratan de arrimar el ascua 
del muerto a su sardina; son personajes tan siniestros como las dos 
pistoleras que mataron a la presidenta del PP de León. Lo son quienes 
han tratado de usar este crimen de pliego de cordel como una causa 
general contra la libertad de expresión, y lo son quienes aprovechan 
para desfogar a coces lo que no saben defender dando la cara o el voto. 
Lo que pasa es que la muerte es una materia prima muy barata y modelable
 con la que los españoles llevamos trabajando a destajo desde hace 
tantos años que ya no vamos a ser capaces de cambiar. Vivimos sobre un 
sustrato histórico y social lleno de muertos en las cunetas, de 
delatores anónimos, de inquisidores de todos los colores y pelajes, y de
 carroñeros con muchos reflejos que ven en cualquier cadáver una buena 
excusa para alimentar la bilis propia y ajena. Llevamos la muerte en el 
ADN y acudimos a su llamada por instinto de manada. Somos tan excesivos 
en las loas a los muertos como en el uso partidario que hacemos de la 
memoria de algunos, o de las masas encefálicas que su asesino les 
desparrama por la calle. No hay remedio.
Artículos de Saldo DdA, XI/2.701 
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