Ya había oído maravillas del Cuarteto Casals, pero nunca imaginé que fuera para tanto.
Salieron
al escenario con la naturalidad de quien se despierta cada mañana, y ya
daba gusto verles tan confiados. Su tranquilidad aseguraba la calidad
del concierto.
El cuarteto Disonancia de Mozart no hizo más que abrir
boca; dialogaban sin palabras. Les bastaba la música que les había
dejado el joven clásico y cuatro arcos barrocos para trasmitir todo lo
que querían decir.
Llegaron las Metamorphosis nocturnas de Ligeti, y
no fueron menos. Ante los ojos aparecía una mariposa recientita dando
sus primeros aleteos tras la laboriosa tarea de bordarse en su
crisálida. Y todo sobre unos intervalos de segundas mayores ascendentes
que la iban esbozando en el aire del teatro. Mientras tocaban, cada uno
de los componentes del cuarteto parecía estar expectante con quien tenía
al lado. Se sorprendían en cada acorde que sonaba, como si aquello que,
seguro, tantas veces habían ensayado lo tocaran por primera vez. Y ahí
es donde estaba la magia. Tuve la suerte de colocarme lo suficientemente
cerca como para oír el golpe de los dedos de la violín primero en la
madera al pisar la cuerda, y me hacía sentir las notas más cerca de mí.
Con
el cuarteto en do menor de Brahms, la última obra, no nos dejaron menos
sorprendidos. Había amor entre nota y nota. Los instrumentos se
saboreaban, unas veces dulcemente y otras con la pasión que solo aflora a
través de la música. Respiraban a tempo y su latido iba exactamente al
mismo ritmo, si no no me explico cómo se puede tocar así.
No hablaron
hasta el momento de presentar el pequeño bis que traían preparado, una
pequeña romanza de Enrique Granados, pero no les hizo falta porque nos
dijeron todo lo que nos querían decir, y a nosotros nos dejaron sin
palabras.
DdA, XI/2.701
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