La pasada
noche saque a mi perro a pasear y, de imprevisto, un tumulto
encapirotado se cruzó a nuestro paso aporreando los tambores como si no
hubiera un mañana. El
pobre animal, creyéndose sin duda presa de alucinaciones, entró en
pánico y me arrastró de nuevo hasta mi casa. Si los cánidos piensan (que
yo creo que sí, a su manera) el mío debió
creer que aquello era el fin del mundo.
No se le puede reprochar. Aún
recuerdo nítidamente la primera vez que mi progenitor tuvo a bien
llevarme a una procesión. Yo debía tener unos tres años. En mi memoria
permanece esa mezcla de olor a incienso y cirios, el ruido atronador de
los tambores y el terror que sufrí a causa de un fantasmagórico
encapuchado, algún conocido de la familia, que se empeñó en tomarme en
sus brazos pese a mi pagana y salvaje resistencia. Desde
una perspectiva agnóstica, como la de mi perro o la de una cría de tres
años, la semana santa española aparece como un espectáculo gore y
siniestro en el que se exalta morbosamente el sufrimiento. Dan ganas de
correr en otra dirección.
Pero si además reflexionas sobre la
inoportunidad de que un estado aconfesional permita que un culto tome
las calles de sus ciudades alterando la circulación y ensordeciendo al
personal día y noche, y que se les proporcione infraestructura logística
y un servicio de seguridad que pagamos entre todos aunque seamos más
ateos que Marx, la charada es perfecta.No
hay mas que ver a algunas autoridades, como al alcalde zaragozano
Belloch, formando parte del folklore en estos cortejo religiosos. ¡Cómo
le ponen al hombre los crucifijos!
A mí, ya perdonará el sr. alcalde, me trae reminiscencias de otro político infausto que gozaba de que le llevaran bajo palio. A
quienes criticamos esta esquizofrenia nos achacan falta de sensibilidad
religiosa. Nada más lejos de mi intención. Esos cofrades que lloran a
lágrima viva cuando dios decide que diluvie al paso de sus carrozas me
provocan una ternura naif. Y un poco de risa, para qué negarlo. Pero,
¿quién
soy yo para juzgar las incongruencias de otros? Bastante tengo con las
mías. Es otra cuestión la que me irrita.
¿Se imaginan las calles
cortadas por procesiones musulmanas que desfilaran a cualquier hora
tocando trompetas? Y si además estos actos duraran toda una semana y
fueran sufragados por las arcas públicas, ¿qué dirían? Pues eso. La
realidad es que nadie piensa en la sensibilidad de los laicos que nos
vemos obligados a asistir, si queremos salir de nuestras casas, a esta
dramatización morbosa de un hito religioso. Esto son lentejas... en pro de la marca España. Ajo y agua. Me parece que seguiré el instinto de mi perro. Al menos, lo que queda de semana.
DdA, X/2.675
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