Ayer martes tenía un cúmulo de cables con noticias sobre la reunión
en Japón de las potencias más industrializadas. Dejaré el material para
otro día, si no se vuelve fiambre. Decidí descansar. Preferí reunirme
con Gabo y su esposa, Mercedes Barcha, que están de visita en Cuba hasta
el día 11. ¡Qué deseos tenía de intercambiar con ellos para rememorar
casi 50 años de sincera amistad!
Nuestra agencia de noticias, sugerida por el Che, acababa de nacer, y
ésta contrató, entre otros, los servicios de un modesto periodista de
origen colombiano, llamado Gabriel García Márquez. Ni Prensa Latina ni
Gabo podían suponer que había un Nobel por el medio; o tal vez él sí,
con la “descomunal” imaginación del hijo del telegrafista en el correo
de un pueblito de Colombia, perdido entre los latifundios plataneros de
una empresa yanqui. Compartía su suerte con un montón de hermanos, como
era costumbre, y a pesar de eso su padre, un colombiano que disfrutaba
el privilegio de estar empleado gracias al teclado telegráfico, pudo
enviarlo a estudiar.
Yo viví una experiencia a la inversa. El correo con su teclado
telegráfico y la escuelita pública de Birán eran las únicas
instalaciones en aquel caserío que no constituían una propiedad de mi
padre; todos los demás bienes y servicios de valor económico eran de don
Ángel, y por eso pude estudiar. Nunca tuve el privilegio de conocer
Aracataca, el pueblito donde nació Gabo, aunque sí el de celebrar con él
mi 70 cumpleaños en Birán, adonde lo invité.
Fue igualmente obra de la casualidad que cuando por iniciativa
nuestra se organizaba en Colombia un Congreso Latinoamericano de
Estudiantes, la capital de ese país fuera sede de la reunión de Estados
latinoamericanos para crear la OEA, siguiendo pautas de Estados Unidos,
en el año 1948.
Recibí el honor de ser presentado a Gaitán por los estudiantes
universitarios colombianos. Este nos apoyó y nos entregó folletos de lo
que se conoció como la Oración de la Paz, discurso pronunciado en
ocasión de la Marcha del Silencio, la multitudinaria e impresionante
manifestación que desfiló por Bogotá, en protesta contra las masacres
campesinas realizadas por la oligarquía colombiana. Gabo estaba en
aquella marcha.
Germán Sánchez, el actual embajador cubano en Venezuela, transcribe
en su libro Transparencia de Emmanuel, párrafos textuales de lo que
narró Gabo de aquel episodio.
Hasta aquí el azar.
Nuestra amistad fue fruto de una relación cultivada durante muchos
años en que el número de conversaciones, siempre para mí amenas, sumaron
centenares. Hablar con García Márquez y Mercedes siempre que venían a
Cuba —y era más de una vez al año— se convertía en una receta contra las
fuertes tensiones en que de forma inconsciente, pero constante, vivía
un dirigente revolucionario cubano.
En la propia Colombia, con motivo de la IV Cumbre Iberoamericana, los
anfitriones organizaron un paseo en coche por el recinto amurallado de
Cartagena, una especie de Habana Vieja, reliquia histórica protegida.
Los compañeros de la Seguridad cubana me habían dicho que no era
conveniente participar en el paseo programado. Pensé que se trataba de
una preocupación excesiva, ya que por demasiada compartimentación los
que me informaron desconocían datos concretos. Yo siempre respeté su
profesionalidad y cooperé con ellos.
Llamé al Gabo, que estaba cerca, y le dije bromeando: “¡Monta con
nosotros en este coche para que no nos disparen!” Así lo hizo. A
Mercedes, que quedó en el punto de partida, le añadí en el mismo tono:
“Vas a ser la viuda más joven.” ¡No lo olvida! El caballo partió
renqueando con su pesada carga. Los cascos resbalaban en el pavimento.
Después supe que ocurrió allí lo mismo que cuando en Santiago de
Chile una cámara de televisión que contenía un arma automática apuntó
hacia mí en una entrevista de prensa, y el mercenario que la operaba no
se atrevió a disparar. En Cartagena estaban con fusiles telescópicos y
armas automáticas emboscados en un punto del recinto amurallado, y otra
vez temblaron los que debían apretar el gatillo. El pretexto fue que la
cabeza del Gabo se interponía obstruyendo la visión.
Ayer, durante nuestra conversación, rememoré y les pregunté a él y a
Mercedes —campeona olímpica de los datos— sobre multitud de temas
vividos dentro y fuera de Cuba en que estuvimos presentes. La Fundación
del Nuevo Cine Latinoamericano, creada por Cuba y presidida por García
Márquez, ubicada en la antigua quinta Santa Bárbara —histórica por lo
positivo y negativo de sus antecedentes en el primer tercio del pasado
siglo—, y la Escuela del Nuevo Cine Latinoamericano que dirige esa
Fundación, y está ubicada en las proximidades de San Antonio de los
Baños, ocuparon un espacio de nuestro encuentro.
Birri, con su larga barba negra, hoy tan blanca como la nieve, y
otros muchos personajes cubanos y extranjeros, pasaron por nuestro
recuento.
Gabo a mis ojos ganó respeto y admiración por su capacidad para
organizar la escuela de forma meticulosa y sin olvidar un solo detalle.
Yo lo había supuesto, por prejuicio, un intelectual lleno de maravillosa
fantasía; ignoraba cuánto realismo había en su mente.
Decenas de acontecimientos dentro y fuera de Cuba, en que ambos
estuvimos presentes, fueron mencionados. ¡Como pasan cosas en decenas de
años!
Dos horas para conversar, como es de suponer, no alcanzaron. La
reunión había comenzado a las 11:35 a.m. Los invité a almorzar, algo que
nunca hice con visitante alguno durante estos casi dos años, pues no lo
había pensado nunca. Comprendí que yo estaba realmente de vacaciones y
se lo dije. Improvisé. Pude resolver. Ellos almorzaron lo suyo, y por mi
parte cumplí la dieta disciplinadamente, sin salirme un ápice, no para
añadir años a la vida, sino productividad a las horas.
Apenas llegaron, me habían entregado un pequeño y agradable obsequio
envuelto en papel de atractivos y vivos colores. Contenía pequeños
volúmenes un poco mayores pero menos alargados que una tarjeta postal.
Cada uno tenía entre 40 y 60 páginas, en letra pequeñita pero legible.
Son los discursos pronunciados en Estocolmo, capital de Suecia, por
cinco Premios Nobel de Literatura de los otorgados en los últimos 60
años. “Para que tengas material de lectura” —me dijo Mercedes al
entregármelo.
Les pedí más datos sobre el regalo antes de que ambos se marcharan a
las cinco de la tarde. “He pasado las horas más agradables desde que
enfermé hace casi dos años” —les dije sin vacilar. Es lo que sentí.
“Habrá otras”, respondió el Gabo.
Pero no cesaba mi curiosidad. Mientras caminaba, un rato después, le
pedí a un compañero traer el obsequio. Consciente del ritmo con que ha
cambiado el mundo en las últimas décadas, me preguntaba: ¿qué pensaron
algunos de aquellos brillantes escritores que vivieron antes de esta
época turbulenta e incierta de la humanidad?
Los cinco Premios Nobel seleccionados en la pequeña colección de
discursos que ojalá puedan leer un día nuestros compatriotas, por orden
cronológico, fueron:
William Faulkner (1949)
Pablo Neruda (1971)
Gabriel García Márquez (1982)
John Maxwell Coetzee (2003)
Doris Lessing (2007)
A Gabo no le gustaba pronunciar discursos. Se pasó meses buscando
datos —recuerdo—, angustiado por las palabras que debía pronunciar para
recibir el Premio. Lo mismo le ocurrió con el breve discurso que debía
dirigir en la cena que le ofrecieron después del Premio. Si ese hubiera
sido su oficio, es seguro que Gabo habría muerto de infarto.
No debe olvidarse que el Nobel se otorga en la capital de un país que
no ha sufrido los estragos de una guerra en más de 150 años, regido por
una monarquía constitucional y gobernado por un partido socialdemócrata
donde un hombre tan noble como Olof Palme fue asesinado por su espíritu
solidario con los países pobres del mundo. No era fácil la misión a
cumplir por Gabo.
Nada sospechosa de procomunista, la institución sueca asignó el
Premio Nobel a William Faulkner, un inspirado y rebelde escritor
norteamericano; a Pablo Neruda, militante del Partido Comunista, quien
lo recibe en días gloriosos de Salvador Allende, cuando el fascismo
intentaba apoderarse de Chile, y a Gabriel García Márquez, genial y
prestigiosa pluma de nuestra época.
No es necesario decir cómo pensaba el Gabo. Basta transcribir
simplemente los párrafos finales de su discurso, una joya de la prosa,
al recibir el Premio Nobel el 10 de diciembre de 1982, mientras Cuba,
digna y heroica, resistía el bloqueo yanqui.
“Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: ‘Me niego a admitir el fin del hombre’” —afirmó.
“No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera
la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la
humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años
es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta
realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de
parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos
sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para
emprender la creación de la utopía contraria.
“Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir
por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y
sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de
soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la
tierra.”
Fidel Castro Ruz, 9 de julio de de 2008.-
DdA, X/2.676
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