Lazarillo
A finales de este mes tendremos en las librerías una nueva obra de mi estimado y admirado Carlos Taibo, escritor, editor y profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid. El libro, titulado Rusia frente a Ucrania, sale a la calle cuando todo parece indicar que estamos a punto de un grave conficto armado entre los dos países, por lo que la oportunidad de la publicación es de celebrar, no solo por el tema en sí sino por la perspectiva independiente y lúcida que del mismo nos da el autor. Los Libros de la Catarata, la editorial en donde Taibo suele dar a conocer sus siempre interesantes criterios sobre la actualidad política nacional o internacional, se caracteriza por publicar obras muy ceñidas a nuestro presente histórico, habitualmente muy interesantes. Escribe Carlos Taibo:
"A duras penas es imaginable que Rusia sea una potencia meramente
regional. Basta con echar una ojeada a su ubicación, en el centro de las
tierras emergidas del norte del planeta, para percatarse de que sus
movimientos tienen por fuerza que ejercer efectos sobre el panorama
entero del planeta, y ello incluso en los momentos de mayor postración.
Un Estado que cuenta con fronteras con la UE, que considera que Oriente
Próximo es su patio trasero, que sigue desplegando una parte de sus
arsenales en la linde con China, que mantiene contenciosos varios con
Japón y que choca con EE UU a través del estrecho de Bering no puede ser
una potencia regional. Pero Rusia arrastra, por añadidura, una
singularísima condición geoestratégica. Con fronteras extremadamente
extensas, a caballo entre Europa y Asia, se trata de una potencia
continental que debe encarar por igual enormes posibilidades y riesgos
evidentes. Agreguemos que estamos ante un Estado que es un productor
principal de hidrocarburos, que disfruta de derecho de veto en el
Consejo de Seguridad de la ONU y que cuenta con un arsenal nuclear
importante. Una de las consecuencias plausibles de todo lo anterior es
el hecho de que nos hallamos ante uno de los pocos Estados del planeta
en los cuales las influencias externas son limitadas o, en su defecto,
resultan ser poco eficientes.
Por lo demás, si Rusia se beneficia de evidentes potencialidades,
arrastra también taras no menos relevantes. Recordemos que, al menos en
lo que respecta a su territorio europeo, es un país geográficamente
desprotegido, que carece llamativamente de una salida permanente y
hacedera a mares cálidos, que está ubicado en latitudes demasiado
septentrionales como para permitir el despliegue de una economía
diversificada, que cuenta con ríos que en la mayoría de los casos
discurren de sur a norte y a duras penas pueden ser objeto de un uso
comercial estimulante o, en fin, que atesora una riqueza ingente en
materias primas que se encuentran, sin embargo, en regiones tan alejadas
como inhóspitas.
Hay quien, en otro orden de cosas, se pregunta por qué Rusia forma
parte del grupo que integran las economías emergentes y que conocemos
con el acrónimo de BRIC. La pregunta es legítima por cuanto Rusia no es
ni una economía emergente, ni un Estado que muestre una realidad en
ebullición, ni un país del Tercer Mundo que haya dejado atrás viejos
atrancos. Al cabo, y por añadidura, hay diferencias fundamentales entre
el modelo ruso y el que se revela en los otros espacios mencionados. Si
una de ellas es el peso, mucho mayor, que tienen en Rusia, sobre el
total de las exportaciones, las que se refieren a la energía, otra la
aporta un gasto militar porcentualmente mucho más elevado. Para que nada
falte, y a diferencia de China, India y Brasil, Rusia es un país con
población envejecida y en crisis demográfica abierta. A la postre las
razones que medio justifican la presencia de Moscú entre los BRIC
remiten a las dimensiones del país, a su poderío militar, a la riqueza
en materias primas y, en cierto sentido, a la voluntad de contestar, en
un grado u otro, la hegemonía occidental.
Los acontecimientos recientes en Ucrania ratifican, por otra parte,
un diagnóstico cada vez más extendido: tendremos que acostumbrarnos a
lidiar con conflictos sucios en relación con los cuales será cada vez
más difícil mostrar una franca adhesión a la posición de alguno de los
contendientes. Conflictos como los de Palestina o el Sáhara occidental,
que provocan reacciones de inmediata solidaridad con palestinos y
saharauis, van a ser más bien infrecuentes en la etapa en la que nos
adentramos. Y es que sobran los motivos para guardar las distancias ante
la conducta de todos los agentes importantes, autóctonos y foráneos,
que operan en Ucrania. El registro de los naranjas es tan lamentable
como el de los azules: unos y otros comparten sumisiones externas,
querencias represivas y oligarcas beneficiarios. Pero no es más
halagüeño el balance que aportan las potencias occidentales, decididas a
mover pieza en provecho de sus intereses más descarnados, y una Rusia
que sigue jugando la carta de un imperio que impone reglas del juego en
sus países vecinos.
No parece, en paralelo, que nos encontremos ante una reaparición de
la guerra fría. Al respecto cabe invocar dos argumentos principales. El
primero señala que en el momento presente no se enfrentan dos
cosmovisiones y dos sistemas económicos diferentes. Aunque el
capitalismo occidental y el ruso muestren modulaciones distintas, es
fácil apreciar una comunidad de proyectos e intereses. El segundo de
esos argumentos subraya que existe una distancia abismal entre el gasto
en defensa de las potencias occidentales y el que mantiene Rusia. Son
varios los Estados miembros de la OTAN que, cada uno por separado, han
decidido preservar un gasto militar más alto que el ruso. Pero por
detrás se aprecian también enormes disparidades en el tamaño de las
economías: no se olvide que el PIB ruso, en paridad de poder
adquisitivo, es un 15% del de la UE. Y hay enormes distancias, en suma,
en lo que se refiere a población y peso en el comercio mundial. Mientras
la Unión Europea cuenta con 500 millones de habitantes y corre a cargo
del 16% de las exportaciones registradas en el planeta, y China tiene
1.300 millones de habitantes y protagoniza el 8% del comercio mundial,
Rusia está poblada por algo menos de 145 millones de personas —un 2,4%
de la población total— y realiza un escueto 2,5% de las exportaciones.
Pareciera, en fin, como si Rusia no hubiera recibido agravio alguno y
se comportase como una potencia agresiva ajena a toda contención. La
realidad es bastante diferente. En lo que al mundo occidental se
refiere, Rusia lo ha probado casi todo en el último cuarto de siglo: la
docilidad sin límites del primer Yeltsin, la colaboración de Putin con
Bush hijo entre 2001 y 2006, y, en suma, una moderada confrontación que
era antes la consecuencia de la prepotencia de la política
estadounidense que el efecto de una opción propia y consciente. Moscú no
ha sacado, sin embargo, provecho alguno de ninguna de esas opciones.
Antes bien, ha sido obsequiado con sucesivas ampliaciones de la OTAN,
con un reguero de bases militares en países cercanos, con el descarado
apoyo occidental a las revoluciones de colores y con un displicente
trato comercial. No es difícil, entonces, que, en un escenario lastrado
por la acción de una UE impresentablemente supeditada a los intereses
norteamericanos, Rusia entienda que está siendo objeto de una agresiva
operación de acoso, y ello por mucho que las diferencias no las marquen
ahora ideologías aparentemente irreconciliables, sino lógicas imperiales
bien conocidas.
DdA, X/2.677
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