Lidia Falcón
Cuando se cumplen 75 años de la derrota republicana, los partidos
políticos, las asociaciones cívicas, los movimientos sociales, los
sindicatos, los periodistas y los creadores de opinión deberían estar
reclamando a voces la proclamación de la III República. O más bien que
nos devolvieran la II que tan sangrientamente nos arrebataron. Aquella
que proclamaba que era de trabajadores de todas las clases, que
instituía la igualdad del hombre y la mujer, la posibilidad de federar
las nacionalidades y las regiones, los beneficios sociales y el reparto
de la tierra, la separación de la Iglesia y el Estado y la escuela
laica.
Pero las voces se oyen poco, demasiado tímidas, demasiado vacilantes,
demasiado espaciadas para que realmente se conviertan en una exigencia
inmediata. Ni siquiera en estos años de hundimiento de la economía, con
el avance de la pobreza y la pérdida de las pocas ventajas que habían
conseguido alcanzar las clases trabajadoras, los movimientos sociales
contestatarios y rebeldes toman la República como el objetivo primero a
alcanzar; como el principio de la verdadera renovación no sólo de las
instituciones y de las relaciones de producción, sino fundamentalmente
de la moral de nuestro país. Porque los movimientos republicanos en
España, desde finales del siglo XIX, tuvieron como objetivo fundamental
la regeneración ética de una sociedad podrida hasta la médula, enfangada
en la corrupción de una monarquía que consideraba el país como su
propiedad, que era capaz de recurrir a los más sórdidos negocios con tal
de enriquecerse, que traicionaba a su patria vendiendo armas a los
enemigos, de la que el rey no tenía el menor pudor en ser adúltero,
prostituidor, estafador y mantenedor de un orden social explotador e
injusto.
En esta batalla, los mejores hombres y mujeres de nuestro país,
invirtieron su trabajo, su vida, sus bienes, en difundir hasta los más
recónditos sitios el mensaje republicano. Masones, ateos,
librepensadores, liberales, republicanos y socialistas, puesto que los
comunistas ni existían, organizaron en todas las ciudades y la mayor
parte de los pueblos de España, la campaña por la República, porque
sabían que únicamente regenerando la ética pública y privada, inculcando
los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad, que la
Ilustración y la Institución Libre de Enseñanza defendían, podría
lograrse una sociedad más justa, más equitativa, más culta, más
pacífica. Y ganaron, sin utilizar ni armas ni amenazas, en aquel dichoso
día 14 de abril de 1931. Porque tenían las armas de la razón y de la
bondad.
Hoy, 14 de abril de 2014, treinta y nueve años después de la muerte
del dictador, resulta patético escuchar de dirigentes de izquierda que
es prematuro plantearse una España republicana. Cuando la corrupción,
que mina la vida económica y civil de nuestro país, comienza en la Casa
Real, es verdaderamente penoso observar cómo los que están liderando
alternativas políticas a los partidos dominantes se centran en reclamar
las tímidas reformas legales que, de lograrse, nos situarían nuevamente
en el año 2005. Como si los anhelos de trabajadores y mujeres se
hubiesen petrificado en los años felices de la burbuja inmobiliaria, y
los millones de españoles empobrecidos y engañados no tuvieran más
ambiciones, más motivaciones, más deseos de cambio revolucionario que
poder pagar la hipoteca del piso y disponer de los médicos y las
escuelas que han cerrado.
Diríase que el miedo es la pulsión más profunda de los españoles en
la actualidad, olvidados los años heroicos de la Guerra Civil y la
guerrilla, la resistencia antifranquista, las movilizaciones de la
Transición. El poder ha conseguido que esta supuesta democracia que se
alcanzó haya logrado borrar de la memoria de los más viejos y hundir en
la ignorancia a los jóvenes lo que supuso la República en España.
Durante un siglo los intelectuales que clamaban por la regeneración
del país, hundido en la miseria, la ignorancia y la burocracia de una
monarquía corrupta, explicaron por todos los medios de difusión a su
alcance que la única manera de alcanzar la democracia era tener un
régimen político republicano. Porque puede haber república sin
democracia, pero no puede haber democracia sin república.
Los dirigentes de izquierda parecen amordazados ante la exigencia de
la República. Algunos como Zapatero y Rubalcaba se atreven incluso a
defender la Monarquía como si nos halláramos en los tiempos de Cánovas.
Ni el mar de banderas republicanas que se ve en las manifestaciones, ni
las convicciones republicanas de las bases de los partidos, incluso
algunos muy escorados a la derecha –debería explicarse que el primer
Presidente de la II República, Don Niceto Alcalá Zamora era un político
conservador y católico, y no por ello menos republicano– ha impulsado,
no ya a los dirigentes políticos del PSOE sino ni siquiera a los de IU y
otras formaciones a su izquierda, ni a los extraparlamentarios, con las
iniciativas nuevas de Podemos, Equo, Partido X, y a movimientos como
Plataforma Antidesahucios, a exigir el derrocamiento de la monarquía
como condición imprescindible para comenzar la renovación de la sociedad
española.
Los activistas de izquierda deben explicar a la ciudadanía que si la
gente es expulsada de su vivienda porque el banco reclama una deuda
exorbitante se debe a que la banca está protegida por la Casa Real, a la
que han nutrido con miles de millones desde que se instaló en el trono.
Que si la llamada pobreza energética aumenta, porque los pobres no
pueden pagar el recibo de la electricidad, es porque el Rey cobra un
porcentaje de todas las importaciones de petróleo, gas y electricidad,
que son todas dada nuestra dependencia de las fuentes de energía
extranjeras. Se debe explicar que no cambiarán las relaciones de
producción, ni el reparto de la riqueza en nuestro país, mientras no se
derroque una monarquía que está sostenida y amparada por los
latifundistas del sur y del oeste, que desde que terminó la Guerra Civil
han aumentado en un 5% más la extensión de sus propiedades. Que este
rey y su familia se mantiene en el poder porque la banca, los grandes
consorcios industriales, los explotadores agrarios, el BCE y la UE, con
el inestimable apoyo de la OTAN y de la CIA, quieren seguir siendo los
esquilmadores de nuestros trabajadores.
Resultaba realmente extravagante que las consignas de las Marchas por
la Dignidad en Madrid el 22 de marzo incluyeran la dimisión de la
Troika, cuyo poder tanto como su presencia física nos queda en la
lejanía de Bruselas, Washington y Berlín, y no se pidiera la dimisión
del rey, al que se podía acceder en pocos kilómetros hasta la Zarzuela.
Cuando en la actualidad hemos visto por primera vez en la historia de
España a una infanta real declarando varias horas ante el juez para
explicar el desfalco fiscal a que se ha dedicado durante muchos años;
cuando, por primera vez en la historia de España, un rey ha tenido que
aparecer en las pantallas de televisión para pedir perdón por
comportarse como un golfo; cuando, por primera vez en la historia de
España, el yerno del rey está imputado en varias causas por apropiación
indebida, cohecho, tráfico de influencias. Cuando se están haciendo
públicas –sin respuesta por parte de la Casa Real– las connivencias del
rey con los golpistas del 23-F, no se puede entender cómo todas las
organizaciones de izquierda, políticas, sociales, cívicas, no se unen en
un clamor unánime por derrocar definitivamente a la monarquía que sigue
siendo verdugo de su pueblo, y exigen la proclamación de la III
República.
Puntos de Página
DdA, X/2.673
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