María de las Mercedes García Amado
Las siete de la tarde de un lunes de invierno, que es el principio de
la nada. Eva se siente deshecha. Se ha levantado, como siempre, casi al
alba, ha preparado los desayunos (zumo de naranja hecho a mano, porque
se ha estropeado el exprimidor. Está buenísimo y tiene vitamina C) y las
tostadas con mermelada de arándanos, esa que guarda en la alacena en
botitos de tapita forrada con tela de cuadritos, pero ella no ha
desayunado. Ha hecho las camas y recogido todas las prendas abandonadas
por doquier. Todos los días le pasa lo mismo: tiene la impresión de
estar montando y desmontando un mercadillo. Ha fregado los baños, y casi
ha tenido que ponerse las gafas de buceo, ha limpiado el polvo y pasado
la aspiradora (hoy se ha permitido el lujo de no barrer con la escoba).
Ha puesto tres lavadoras y recogido la ropa del tendal con los rayos de
un sol incipiente, antes de acartonarse, ha planchado cinco camisas, se
ha hecho un moño porque no le daba tiempo a arreglar su pelo y, a las
doce (qué tarde se le ha hecho), ha salido volando a comprar. No se ha
parado con nadie. De regreso a casa, se ha metido en la cocina a
preparar canelones, y casi se le corta la bechamel (bechamel, bechamel
muchooo. Todavía le queda un poco de gracia para poner a su mañana una
banda sonora). A las tres, cuando han llegado a comer, la mesa estaba
primorosamente puesta, y con un jarroncito y un ramillete de lavanda que
había birlado a su paso por una jardinera de la calle. Han deglutido
las viandas y se han marchado de nuevo sin apenas despedirse. Ha
recogido la cocina y fregado los platos y el piso. Debe de ser una mujer
lenta porque nunca tiene tiempo para ver la telenovela y, luego, no
puede comentarla con sus amigas. Mientras cosía el bajo de unos
pantalones (estos chicos parece que van puliendo las aceras), ha
diseñado mentalmente el menú para la cena, ha corrido a casa de su
abuela con un tuper, para que no se acueste sin probar bocado, y le ha
dado su medicación de las seis.
Ahora son las siete de la tarde, y él ve un partido de fútbol
repantigado en su sillón porque está cansado de un día de trabajo
intenso y tiene que relajarse. La niña está en su cuarto estudiando, con
la música a todo trapo, después de haber tenido que ayudarla a resolver
tres sistemas de ecuaciones, uno de cada tipo. El chico juega a la Play
porque está a punto de pasar de nivel y no se le puede interrumpir.
Mira, desconsolada, un nuevo montón de ropa sucia: un karategui tan
negro como el cinturón al que aspira, y sus mallas y sus calcetines de
atletismo.
Pero hoy Eva se suelta la melena (se suelta la me-le-na). Se ha
puesto carmín en los labios y se ha sentado frente al ordenador que,
inexplicablemente, está desocupado. Ha entrado en un chat porque
necesita conocer otros mundos, otra gente de lugares remotos, y va a
darse el gustazo un rato, antes de hacer la cena. La ha saludado un
chico argentino muy agradable y simpático. Dice que él tampoco suele
visitar tales antros, pero su mujer ve la telenovela en el cuarto
contiguo, su hijo juega a la Play y la niña hace sus tareas escolares en
su cuarto.
DdA, X/2.668
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