Ya es doloroso perder a un gran amigo como Alfonso Bayard, uno de los
pocos que cuento con los dedos de la mano. Pero más lo es oír y leer en
los sucesos y en esas innumerables tertulias, tamañas salvajadas sobre
las circunstancias que rodean al hecho de su triste desaparición. Y que
se convierta en un individuo que fallece, porque en vez de ser escuchado
en su llamada de atención desesperada, incomodó a unos buenos
ciudadanos con su actitud indecorosa, molesta y un discurso
apocalíptico. ¿Es este un comportamiento delictivo?
[El actor Alfons Bayard murió el pasado 2 de abril en la plaza Molina
de Barcelona tras ser detenido por los Mossos d’Esquadra, que fueron
alertados porque estaba molestando, presuntamente, a los clientes de una
cafetería].
Yo no estuve allí, no puedo juzgarlo. Solo puedo decir que nunca
antes le oí alzar la voz ni le vi increpar a nadie. En todo caso, y
aunque ya sea tarde, lo valorarán quienes estén certificados para ello y
no una sociedad exaltada e insolidaria que juzga y se llena la boca con
grandes palabras, careciendo de la información y el rigor necesarios
para poder opinar.
Es triste ver cómo ese amigo de repente es “el actor de larga
trayectoria”, cuando en vida no creo que le dieran las oportunidades que
sin duda merecía su enorme talento. Luchó por hacerse un nombre digno
en su profesión y llevar una vida tranquila. Ahora las redes y los
medios utilizan la información para darle una triste popularidad
póstuma.
Siento una inmensa rabia al ver cómo nuestra sociedad se ha volcado
en la caza descarnada de la noticia, en la instrumentalización de
tristes sucesos como éste para fines sociopolíticos. Se ha faltado al
debido respeto al silencio que merecen familiares y amigos en estos
momentos para sobrellevar esta enorme pérdida. Y a la dignidad de una
persona, un gentleman; un tipo elocuente, divertido y sensible
al que no quisieron escuchar. Y no supieron acallar su bonita voz de
otra manera que no fuera con violencia. Seguramente lo que hubiera
necesitado era asistencia médica, en vez de tres patrullas de policía.
Sin duda, uniformes y esposas no son la mejor manera de hacer entrar a
alguien en razón cuando está en un momento delicado, tiene miedo y
sufre. En los últimos tiempos, Alfonso paseaba canes de la perrera
abandonados al azar por esos mismos “buenos” ciudadanos, que no le
quisieron escuchar. Como tantos animales, “falleció en la vía pública”
según nos comunicaron escuetamente en el hospital. Sin más explicación.
Alfonso se formó como actor en el Institut de Teatre y en el Col·legi
de Teatre de Barcelona. También era licenciado en Ciencias
empresariales por la Universidad de Barcelona, con máster AEDEMO en
mercados de opinión. En su carrera como actor, trabajó en numerosas
series como Hospital Central, Aida, Pelotas o El cor de la ciutat y en tv-movies como La dona de gel o Clara Campoamor. También en películas como Todos queremos lo mejor para ella y en diversos montajes de teatro; el último, en las naves del español Macbeth, Lady Macbeth dirigida por Carlos Alfaro. Asimismo, hacía locuciones para publicidad en televisión y radio.
Pero Alfonso era, sobre todo, un comunicador nato. Era un hombre
cultivado e inquieto: después de haber trabajado como ejecutivo
publicitario, se hizo actor. Estudió antropología porque sentía una
curiosidad infinita por las personas. Le encantaba recorrer la ciudad
subido a la Vespa y sentarse en una plaza a observar y charlar un rato
con alguien: niños, ancianos, desconocidos o amigos. Era su gran pasión,
escuchar y entretener. Nos deleitaba con anécdotas a cuantos le
queríamos. Y no podía evitar hacernos reír, con ese verbo tan suyo.
Historias familiares, que nos remitían a tiempos de esplendor lejano.
Relatos entrañables durante su periplo en unos grandes almacenes
(sección deportes), los curas de la escuela o algún viaje a África o a
cualquier otro continente. Cualquier cosa daba juego. Y acababa
acaparando la atención de la fiesta, porque te hacía sentir cómplice. Y
tal vez bailara un rato con ese estilo tan funky, de hombro
subido y sonrisa pícara, y desarmara a alguna joven con algún piropo
suyo, siempre de corte clásico. Era “romántico, casero y soñador” como
solía bromear. Un alma noble.
La noche que Alfonso se fue, llovió arena del Sáhara. Empezó a caer
cuando supimos la noticia; sucia, implacable, violenta, espesa y muy
injusta. Buen viaje, Alfonso. Ya ha salido el sol, el cielo está
despejado.
El País
DdA, X/2.679
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