Esperanza Ortega
Cualquier vallisoletano sabe, solo con leer el título de mi columna, que
hoy se la voy a dedicar a Pepe Relieve, el librero que murió este
lunes, un día luminoso, casi primaveral, como tantos de los que él
contemplaba desde su caseta del Parque del Poniente. El último de una
estirpe de libreros de vocación, fue una persona sin apenas relieve:
tímido y silencioso, con una profundidad angélica en la mirada, que le
daba un aspecto de eterno niño envejecido. Su hermano Domingo había
comenzado la saga en 1951, con la fundación de aquella mítica Librería
Anticuaria, de escaparates desordenados y polvorientos, y vitrinas
pobladas de pliegos de cordel. Yo todavía llegué a tiempo de entrar en
lo que entonces me parecía un espacio misterioso, semejante a la lámpara
de Aladino, cuando en los años setenta vine a estudiar a Valladolid.
Pero muy pronto fui consciente de que había llegado tarde: el genio ya
se había marchado para entonces, aunque hubiera dejado en sus paredes un
rastro de hospitalidad encantada. ¡Era tanto lo que se contaba de
Relieve, el único bastión de inteligencia en el Valladolid franquista!
Justo Alejo y Santiago Amón murieron enseguida, sin que pudiera
satisfacer mi deseo de conocerles. Muchísimo más tarde, traté de
convencer a Francisco Pino de que acudiera a ver a Pepe a la caseta del
Poniente. No, porque sé que voy a llorar –me dijo-. Y sin embargo, Pepe
Relieve poseía la alegre placidez que engendra la falta de ambición, y
una resignación digna de Séneca, que contrastaba con el entusiasmo de
Pablo, Blas Pajarero, su otro hermano desaparecido. Demasiado perezoso
para representar un papel protagonista, Pepe Relieve podría haber sido
un excelente personaje secundario de una novela de Galdós. No así de una
obra de Valle Inclán, por mucho que entre su clientela se encendieran
las luces de la bohemia vallisoletana. Nada que ver tenía Pepe con
Zaratustra, el librero de viejo del famoso esperpento de Valle.
Zaratustra era avaro, y en la librería Relieve no se conocía la Teoría
de la Contabilidad. Hubiera regalado su abrigo a Max Estrella y
consentido con gusto que Don Latino le timara, a cambio de beber y
fumar, y conversar hasta altas horas de la noche con ellos, en su casa
de papel amarillo. Y hasta allí llegó el lobo, alentado por la
fragilidad del más pequeño de los tres hermanos. Y sopló, derribándola
en dos ocasiones, primero en Cánovas del Castillo y luego en su refugio
del Poniente. Pepe encajaba los golpes de la fortuna con una paciencia
ejemplar, pero la última demolición terminó con su vida. El lobo clavó
con eficacia sus colmillos. Aún tiene carne entre los dientes, mientras
se lamenta de la pérdida con taimada hipocresía. Ahora que lo pienso, a
quien se parecía Pepe era al coronel de la novela de García Márquez, el
sobreviviente de todas las batallas, que esperaba en vano la carta nunca
escrita. La misma resistencia, la misma dignidad soterrada. Únicamente
dos detalles nada irrelevantes le diferenciaban de este personaje: Pepe
Relieve no participó en ninguna guerra ni tampoco se había quedado
completamente solo al final de su vida. Miguel Segura, su postrer ángel
de la guarda, cada día acudía al Poniente con su carta invisible, y
juntos seguían alimentando un gallo de pelea escondido, en cuya victoria
ya no creíamos nadie. La fidelidad a su apuesta hizo que este hombre
irrelevante merezca pasar a la letra impresa, a ese mundo de sombras
amarillas que únicamente habitan los personajes con relieve.
DdA, X/2.643
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