Félix Población
Se le conoce por varios nombres:
álamo blanco, chopo blanco o álamo plateado. Yo prefiero este último por el
efecto que cobran sus hojas cuando las mece el viento. Parecen agitadas por un
temblor de plata gracias a su envés blanco, que contrasta con el verdor de su
parte anterior. No hay a mi juicio árbol que titile con más brillo en las
praderas. Gracias a esa señal que llama a la mirada cuando sopla la brisa, es
muy fácil que los niños distingan su figura y recuerden su nombre. No hay mejor
modo de respetar la naturaleza que aprender a nombrarla. Ya sean árboles o
pájaros, flores o mariposas.
El álamo plateado es de rápido crecimiento, alcanza los veinte o treinta metros
de altura y bajo su fronda se respira una sombra acogedora que abarca un
diámetro de diez metros. A tal capacidad umbría se corresponden unas raíces
largas y profusas que hacen aconsejable su plantación a distancia de los
edificios. Es de agradecer esa frondosidad tan generosa cuando la canícula arde.
La encontramos casi siempre acogida a la fresca ribera de los ríos, donde corre
el aire, y el árbol y quienes lo disfrutan pueden así gozar mejor de su pálpito
de plata.
En el parquecito que hay bajo la terraza de mi casa se plantaron hace algunos
años dos tilos y un álamo plateado. Como el ayuntamiento no se tomó la molestia
de regarlos durante los veranos, hube de ocuparme yo de la tarea, y hasta me
permití vendar el tronco del chopo blanco, que muy pronto sufrió la primera agresión
de un arboricida que pretendió tajarlo, luego de cortar una de sus ramas
mayores.
El árbol se repuso, pero el percance me advirtió del riesgo de extinción
cortante que corría con sus dos compañeros. Después de ese primer ataque, otros
desalmados pretendieron quebrar uno de los tilos. Si resistió el embate fue
gracias a la flexibilidad de su tronco, colmada por las últimas y copiosas
lluvias. El tilo quedó doblado sobre el suelo con un nido de pajarillos
muertos. Logramos rescatar su pujante verticalidad con un rodrigón o tutor de
apoyo.
Pero eso debió de excitar hasta tal punto la bestialidad en celo de los
energúmenos que, al día siguiente, se volvieron a cebar con el álamo. Ocurrió
durante la tarde de un domingo, extensa y vacía como la ociosidad de esas
pandas de jovenzuelos con la sensibilidad acorchada. Doblegado por unos brazos
asilvestrados, el pálpito de plata de la joven fronda yacía sobre la tierra
como un temblor de lágrimas. Me dio la sensación de que su agonizante titilar
no lloraba por sí mismo sino por la ciega y precoz barbarie de sus verdugos, víctimas
de una educación castrada de sensibilidad. Hice otra vez lo
que pude para reponer su estatura, sin dejar de darle agua las tardes de calor.
Han pasado los años. Mi álamo ha crecido, alto y geminado, con dos troncos
unidos en la base que alcanzan ya los seis o siete metros, y profusas ramas en
donde la otra mañana he visto brillar los fulgores de una bandada de jilgueros
trinadores. Tenían los colores tan vivos bajo el sol que recordé el corazón del
poeta Antonio Machado esperando, ante el olmo seco, “hacia la luz y hacia la
vida, otro milagro de la primavera”.
DdA, X/2.654
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