domingo, 23 de marzo de 2014

LOS JILGUEROS DEL ÁLAMO BLANCO*

Félix Población

Se le conoce por varios nombres: álamo blanco, chopo blanco o álamo plateado. Yo prefiero este último por el efecto que cobran sus hojas cuando las mece el viento. Parecen agitadas por un temblor de plata gracias a su envés blanco, que contrasta con el verdor de su parte anterior. No hay a mi juicio árbol que titile con más brillo en las praderas. Gracias a esa señal que llama a la mirada cuando sopla la brisa, es muy fácil que los niños distingan su figura y recuerden su nombre. No hay mejor modo de respetar la naturaleza que aprender a nombrarla. Ya sean árboles o pájaros, flores o mariposas.

El álamo plateado es de rápido crecimiento, alcanza los veinte o treinta metros de altura y bajo su fronda se respira una sombra acogedora que abarca un diámetro de diez metros. A tal capacidad umbría se corresponden unas raíces largas y profusas que hacen aconsejable su plantación a distancia de los edificios. Es de agradecer esa frondosidad tan generosa cuando la canícula arde. La encontramos casi siempre acogida a la fresca ribera de los ríos, donde corre el aire, y el árbol y quienes lo disfrutan pueden así gozar mejor de su pálpito de plata.

En el parquecito que hay bajo la terraza de mi casa se plantaron hace algunos años dos tilos y un álamo plateado. Como el ayuntamiento no se tomó la molestia de regarlos durante los veranos, hube de ocuparme yo de la tarea, y hasta me permití vendar el tronco del chopo blanco, que muy pronto sufrió la primera agresión de un arboricida que pretendió tajarlo, luego de cortar una de sus ramas mayores.

El árbol se repuso, pero el percance me advirtió del riesgo de extinción cortante que corría con sus dos compañeros. Después de ese primer ataque, otros desalmados pretendieron quebrar uno de los tilos. Si resistió el embate fue gracias a la flexibilidad de su tronco, colmada por las últimas y copiosas lluvias. El tilo quedó doblado sobre el suelo con un nido de pajarillos muertos. Logramos rescatar su pujante verticalidad con un rodrigón o tutor de apoyo.

Pero eso debió de excitar hasta tal punto la bestialidad en celo de los energúmenos que, al día siguiente, se volvieron a cebar con el álamo. Ocurrió durante la tarde de un domingo, extensa y vacía como la ociosidad de esas pandas de jovenzuelos con la sensibilidad acorchada. Doblegado por unos brazos asilvestrados, el pálpito de plata de la joven fronda yacía sobre la tierra como un temblor de lágrimas. Me dio la sensación de que su agonizante titilar no lloraba por sí mismo sino por la ciega y precoz barbarie de sus verdugos, víctimas de una educación castrada de sensibilidad. Hice otra vez lo que pude para reponer su estatura, sin dejar de darle agua las tardes de calor.

Han pasado los años. Mi álamo ha crecido, alto y geminado, con dos troncos unidos en la base que alcanzan ya los seis o siete metros, y profusas ramas en donde la otra mañana he visto brillar los fulgores de una bandada de jilgueros trinadores. Tenían los colores tan vivos bajo el sol que recordé el corazón del poeta Antonio Machado esperando, ante el olmo seco, “hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera”.

*Artículo pulicado hoy también en Asturias24
 
DdA, X/2.654

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