
Jaime Poncela
No podría ser de otra forma. El cardenal Rouco Varela se fue a casa
proclamando la misericordia, la esperanza, el amor universal y dejando
clara la apuesta de la cúpula de la Iglesia española por la democracia,
la separación de poderes y su afán por conectar con el sentir
generalizado del pueblo. Ya t’oyí, qué risa. Fiel a su estilo de
monseñor hiena, el ya ex presidente de la Conferencia Episcopal Española
aprovechó su última comparecencia pública para predicar el miedo, la
amenaza, la sospecha y para subrayar una vez más su encariñamiento
incondicional con las versiones más ultraconservadoras e intolerantes
del poder. Rebuscando entre cualquier carroña ultraderechista como
argumentario principal de su homilía, su eminencia puso sobre el altar
del 11-M como ofrenda al rencor propio y al dolor ajeno toda la bazofia
conspirativa de Aznar y sus secuaces, sin mostrar atisbo de usar su
autoridad moral para llamar al arrepentimiento a toda esta caterva de
inmorales que son tan amigos suyos por el daño que han causado a todo
un país. Esos eran, monseñor, los que tenían “oscuros objetivos de
poder” y quienes no dudaron en usar la premeditada muerte de inocentes
como arma política y electoral. La misa por las víctimas (obligatoria y
única en un país presuntamente aconfesional) no fue el lugar del
arrepentimiento y la misericordia porque el púlpito de Rouco volvió a
ser tribuna de mitin a favor de la España más negra, retorcida, turbia y
embozada que hemos estado padeciendo en los últimos años. El guardián
de la caspa en los capelos cardenalicios ha patentado en estos años un
nuevo sermón de la montaña que es el sermón de la escombrera, una
versión bastarda del original escrita a cuatro, seis u ocho manos con
Gallardón, Jorge Fernández y compañía, en la que los bienaventurados son
los de siempre y los que irán al infierno al contado o en cómodos
plazos vamos siendo cada vez más. Monseñor tortura dice todas estas
cosas al tiempo que se queja de la pobreza del discurso público, él que
no ha cambiado de discurso en toda su vida y cuya única ambición es
hacer lo posible por obligar a los demás a que cambien el suyo propio.
En unos tiempos en los que la Iglesia parece querer calzarse las
hippies sandalias del pescador, Rouco y sus hermanos siguen sacando cada
mañana el lustre a sus botas militares. Y la cosa no va a mejorar.
DdA, X/2.645
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