Manuel Meseguer
Le ha llegado a Adolfo Suárez el día de las alabanzas, aquel que en Andalucía sirve de plegaria para pedirle a Dios que nos libre de jornada aparentemente tan auspiciosa. Porque significa lisa y llanamente que te has muerto o has desaparecido de la sociedad. A Suárez le comenzaron a llover alabanzas cuando se supo que se introducía en el largo túnel de la desmemoria y paralelamente se levantaban en España trincheras y recaudos para evitar el diálogo que tanto utilizó él y tan buenos frutos reportó a un país en construcción.
Le ha llegado a Adolfo Suárez el día de las alabanzas, aquel que en Andalucía sirve de plegaria para pedirle a Dios que nos libre de jornada aparentemente tan auspiciosa. Porque significa lisa y llanamente que te has muerto o has desaparecido de la sociedad. A Suárez le comenzaron a llover alabanzas cuando se supo que se introducía en el largo túnel de la desmemoria y paralelamente se levantaban en España trincheras y recaudos para evitar el diálogo que tanto utilizó él y tan buenos frutos reportó a un país en construcción.
Durante
las siguientes 72 horas de su muerte el pugilato en la prensa de papel o
en la digital va a ser encontrar un título distinto, algo novedoso,
sobre este chusquero de la política que a base de coraje, desparpajo,
diálogo y voluntad supo desmontar, desde dentro y aún con el recuerdo de
su propia camisa azul, una dictadura de 40 años anclada en los
entresijos de la sociedad y trocarla, en apenas dos años y medio, en los
cimientos de una sociedad democrática.
Seguramente,
con la excepción de José Luis Rodríguez Zapatero, ningún presidente del
Gobierno fue tan acosado, vituperado, denostado y ridiculizado como
Adolfo Suárez. Desde los apelativos de “tahúr del Misisipi” y la certeza
de que se subiría a la grupa del caballo de Pavía si fuera necesario,
expresados por un corrosivo Alfonso Guerra, devenido con el tiempo en
amigo íntimo del insultado, a las insidias, desplantes y ninguneos de
sus correligionarios en la Unión del Centro Democrático, brillantes,
cultos e inteligentes sin duda, pero lejanos y extraños a su olfato
político y a su audacia casi suicida. Aún recuerdo la reticencias de un
Martín Villa, del bando de los “azules” junto con Rosón; las cejas
levantadas de un inútil político como Landelino Lavilla; los sarcasmos
de un agonizante Joaquín Garrigues Walker para quien todo lo que le
concernía a su presidente olía a chusco y boniato; la condescendencia
profesoral del democristiano Óscar Alzaga o los manejos de un Fernández
Ordóñez, lenguaraz y movedizo, y así hasta el último botarate, celoso
del olfato político del de Cebreros, el de cabello esculpido a navaja
(entonces a todos nos lo esculpían) o el maniquí de El Corte Inglés, un
olfato que le permitía suplir un parco bagaje cultural e intelectual.
Pero
quizás España necesitaba de un personaje así, poco inclinado a las
dudas hamletianas de los intelectuales y con el impulso de su lealtad
sin fisuras al Rey que en algún momento le dio de lado.
Habría
que recordar la España gris y negra de entonces, con las sotanas
abrillantando los pisos de los poderosos, los militares detentadores de
un poder brutal, los financieros sabiéndose omnipotentes, los
terroristas matando cada día, cada hora, sin descanso, y una sociedad
silenciosa medrosa, aterrada a veces, nostálgica de la ficticia
seguridad que había sentido durante el régimen de Franco.
Él
nos cambió la paleta de colores: del gris y el negro al technicolor. No
ha sido culpa suya que el paso del tiempo y el color nos hayan
permitido observar en toda su crudeza la fealdad de nuestro presente. Cuatro
presidentes del Gobierno después, se hace necesario un giro copernicano
del alcance que protagonizó Adolfo Suárez. Pero como diría Kipling,
“ésa es otra historia”.
DdA, X/2.656
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