Ana Cuevas
El
 abogado de la infanta Cristina defiende la inocencia de su representada
 argumentando que estaba ciega de amor. Según el letrado amor, 
matrimonio y desconfianza son incompatibles. Al parecer, algunas mujeres
 enamoradas padecen un trastorno cognitivo profundo que les impide 
discernir el bien del mal y el dinero público del propio. Esta rara 
idiocia ataca principalmente a damas insignes como doña Cristina o la 
ministra Ana Mato, cegando su buen juicio hasta el punto de ignorar 
señales del tamaño del Kilimanjaro. 
En el caso de la ministra, la 
ceguera amorosa no le permitía ver el pedazo de jaguar que tenía en su 
garaje. Es tal su irreductible fe marital que dudo que, de encontrar 
una moza garrida jugueteando en el tálamo con su pariente, recelara de 
la fidelidad del susodicho. Así aman ellas. Más allá de la evidencia 
delictiva. Los mal pensados dirán que es una estrategia para no verse 
salpicadas por las corruptelas en las que andan implicados sus maridos. 
Son gente descreída, resentidos que no se han visto nunca asaetados por 
una flecha de Cupido como estas damiselas. Cupido sí, ese niño gordito 
con arco que, mire usted por donde, también cubría sus ojos con una 
venda. 
Cristina y Ana tenían su propia venda. No era una venda 
cualquiera. Venía acompañada de toneladas de confeti, viajes a Disney 
World o la Visa Business Oro de Ainzoon. Una vida de lujos y dispendios 
de origen no declarado que nublaría la omnisciencia de los mismos 
dioses. Dicen que miraban para otro lado por amor a sus maridos. Pero 
una pasión mucho mayor que la conyugal les nubla la razón: el amor 
propio. Y un trastorno narcisista que les hace creer que los demás somos
 tontos de remate. 
No se enteran de que a los españolitos, a fuerza de 
maltrato y desamor, se nos están cayendo todas las vendas. ¡Y hay que 
ver cuanta basura escondían! ¡Cuanta mierda!
DdA, X/2.593 

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