Ya se pasa de obsceno que en un país que presume de tantas estrellas
Michelín se mueran tres personas intoxicadas por comer alimentos
caducados. En paro y con la casa a punto del embargo, la pareja
sobrevivía a base de ese precario ejercicio de funambulismo con el que
tantos españoles van pagando su trocito de deuda para que Botín, Rato,
Blesa y los demás bienhechores puedan mantener su tren de vida e izar
bien alto el pabellón de la Marca España. La Marca España, para esta
pobre gente, consistía en salir cada mañana bien temprano a recoger
trapos y cartones revolviendo entre las basuras y ver de paso si
encontraban algún cacho de pan duro que llevarse a la boca. Regresaban a
casa ya de noche, derrengados, hartos de patear la calle, y se conoce
que no tenían ni ganas de encender la tele para deleitarse con esos
concursos de cocina donde un camarero sueña con refundar El Bulli igual
que antes Joselito soñaba con ser un ruiseñor amaestrado por la radio.
De aquellos trinos, estos caldos.
Si hubiera estado atento a las maniobras profesionales de Chicote, a
sus broncas monumentales en las trastiendas de ciertos restaurantes
donde florece el moho, tal vez esta familia hubiera aprendido a preparar
una merluza al horno o un salmón a las finas hierbas, pero tenían el
paladar tan hecho al hambre que ni supieron distinguir el aroma
preliminar de la muerte. Comían alimentos extinguidos, siguiendo las
leyes elementales de supervivencia, la ética para pobres de Andreíta
Fabra (“Que se jodan”) y el manual culinario de Arias Cañete, ese
ministro de la picaresca que aconsejaba tomar yogures pasados de fecha y
tapear de vez en cuando insectos, que no pasa nada, hombre. Vivían
también en medio de un sistema caducado, entre los efluvios de una
democracia putrefacta hasta el tuétano a cuya podredumbre nos vamos
acostumbrando, haciendo el paladar, que ya lo tenemos hecho desde 1939 y
sin recibir ni una sola desinfección ni una mala bronca de Chicote.
Luego, con los primeros retortijones, tuvieron la desgracia de llamar
al Servicio Andaluz de Sanidad, que les hizo una primera visita para
certificar que aún no estaban lo bastante enfermos como para merecer un
viaje en ambulancia y una segunda, varias horas después, cuando ya
estaban demasiado enfermos como para que la ambulancia valiera la pena.
Al llegar al hospital, los doctores apenas pudieron salvar a una de las
hijas y al resto les recetaron un certificado de defunción, el cual, al
paso que llevamos, va a ser el remedio definitivo y natural de la
crisis.
La España del tercer milenio no es más que otra reedición de la
España negra y hedionda de la picaresca, el país lúgubre del Lazarillo,
ese triste retal de Europa donde los poderosos, los banqueros, los
sindicalistas, los ministros y las autonomías engordan como puercos a
costa de la miseria ajena: un tocomocho tan viejo como el mundo pero que
ahora recibe los sonoros nombres de capitalismo, neoliberalismo,
socialismo y un largo etcétera de ismos con los que etiquetar el mismo
timo ancestral, la misma mierda rancia de siempre. Una vez más hemos
cocinado por encima de nuestras posibilidades.
DdA, X/2.570
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