Gran parte de mi
vida la he dedicado a esta observación que corrobora casi científicamente mi
edad. Y ello, pese a que la conclusión propiamente dicha pertenece al orden de
la doxa (opinión) y no al de la episteme (ciencia) según la
distinción que hacían los antiguos griegos. La constatación es
la siguiente: No hay pueblos
buenos y malos, superiores e inferiores. Los pueblos existen, y existen más
allá del bien y del mal. Pero, como cada individuo por separado, según la orografía,
el clima, la historia... todo pueblo tiene tendencias. Los hay belicosos,
pacíficos, industriosos, conformistas, dominadores, astutos, francos. En todo
caso su carácter depende más del clima y de los orígenes culturales, que de la
genética (adviértase que el salvaje, por poner un ejemplo relacionado con lo
que es realmente "civilización", nunca miente). A partir de ahí
saquemos consecuencias acerca de qué debemos entender por civilización o
decadencia, por cultura o sofisticación, por sabiduría o erudición.
En todo caso, una cosa es el pueblo y otra las
minorías organizadas entorno al poder que lo manejan. Las minorías salen del
pueblo, sí. Sin embargo, unas se van diluyendo en él a medida que se hacen
públicas y una parte de su identidad se funde con la del pueblo, y otras se
alían para perpetuarse de una u otra forma en el poder, al margen de la forma
política que adopte el país y de las vicisitudes que atraviese el pueblo. Las
primeras han evolucionado, potencian y promueven el perfeccionamiento de la
democracia aun burguesa. Las segundas se han enquistado en la sociedad a lo
largo del tiempo, sea cual sea el marco social y la organización política, y
pervierten la germinación de la democracia que no llega a cuajar. Estas son las
que predominan y gobiernan siempre en España. Sea con absolutismo o dictadura,
sea con república, monarquía o democracia oscura y falseada como la que viene
existiendo desde el principio del "sistema" en este país, siempre
están presentes en las instituciones o en la sombra de todos los estamentos de
la sociedad española. Y por encima de todas, por su impacto directo,
descuellan la jerarquía religiosa y minorías de magistrados y fiscales de la
Justicia.
No obstante,
mientras que el individuo aislado, aun deformado y retorcido por el dogma
secular, es sobresaliente (como lo prueba el número de talentos en la
investigación, en la invención, en la ciencia o en la ingeniería que han
descollado y pululan por el mundo), los clanes, familias y castas en el poder,
institucional o de hecho, en este país son siempre más o menos las mismas, y
actúan como en las naciones del tercer mundo todavía insuficientemente
civilizadas. Carecen de conciencia social y atentan gravemente contra los
intereses y el bien comun, es decir, de la colectividad. Y es que de siglos y
siglos de dogma y represión para imponerlo, no puede salir nada bueno. Por
mucha buena voluntad que haga la "otra" parte de ls sociedad, la
habitualmente postergada, los posos de la contracultura de la Inquisición, de
la intolerancia y de la trampa no desaparecen fácilmente. La fina inteligencia
desde siempre se ha localizado en talentos y genios dispersos que ni siquiera
han pertenecido a un círculo intelectual o artístico concreto con sede en el
país. La inmensa mayoría de ellos han tenido que buscar fuera la comprensión y
reconocimiento que no encontraron aquí. Y ordinariamente quienes se han
esforzado en la creación de un espíritu colectivo de altas miras han fracasado:
la rivalidad creativa ha sido desplazada por los estragos de la envidia, y la
asociación de inteligencias impedida por los egos hasta evitar su
fructificación. La acción de las minorías constituidas en lobbys o
mafias en el poder local o central, en el poder judicial y en el de múltiples
instituciones incluida la Corona, es irrefragable. Lo venimos comprobando día
tras dia.
En su virtud, el
caciquismo, el absolutismo monárquico, la dictadura y el modo de interpretar
desde 1978 las mayorías absolutas establecen por sí solos las enormes
diferencias entre unas clases y otras, y entre los gobernantes y la ciudadanía.
Todo, al margen de las distancias emanadas de las reglas del mercado
manipuladas por las élites.
Por otra parte, los
rasgos más vergonzosos en la consideración de la pública opinión (envidia,
rencor, prepotencia, contumacia y el nulo aprecio por el pensar profundo),
potenciados por teologías de milenios (presentes consciente o inconscientemente
en la sociedad hispana), confluyen en la inteligencia de los clanes dueños de
este país a lo largo de los siglos; una inteligencia colectiva que nada tiene
que ver con la predominante en la Vieja Europa.
En suma, España, el
pueblo, nunca ha dejado de padecer a dirigentes tremendistas, caciquiles y
tramposos que retardan secularmente la elevación intelectiva del país a los
niveles en que se encuentra la mayoría de los demás países europeos (incluidos
los surgidos de la desmembración de la Unión Soviética). Lo peor es que la
situación parece conducirnos a otro invierno social sin retorno, a un reiterado
retraso clamoroso respecto a la gran Europa de las dos guerras mundiales.
Porque, desgraciadamente, hasta que España no haga la revolución Europa le
sacará la suficiente ventaja en derechos humanos, en categoría moral y en
bienestar material como para seguir siendo éste un país dominado por unos
puñados de personajes sin escrúpulos, donde la única esperanza, ya, es ser la
taberna más soleada de Europa.
DdA, X/2.530
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