martes, 5 de noviembre de 2013

LOS CLANES DE PODER EN ESPAÑA NO TIENEN CONCIENCIA SOCIAL

Jaime Richart

Gran parte de mi vida la he dedicado a esta observación que corrobora casi científicamente mi edad. Y ello, pese a que la conclusión propiamente dicha pertenece al orden de la doxa (opinión) y no al de la episteme (ciencia) según la distinción que hacían los antiguos griegos. La constatación es la siguiente: No hay pueblos buenos y malos, superiores e inferiores. Los pueblos existen, y existen más allá del bien y del mal. Pero, como cada individuo por separado, según la orogra­fía, el clima, la historia... todo pueblo tiene tendencias. Los hay belicosos, pacíficos, industriosos, conformistas, dominadores, astutos, francos. En todo caso su carácter depende más del clima y de los orígenes culturales, que de la genética (adviér­tase que el salvaje, por poner un ejemplo relacionado con lo que es real­mente "civilización", nunca miente). A partir de ahí saquemos consecuencias acerca de qué debemos entender por civilización o decadencia, por cultura o sofisticación, por sabi­duría o erudi­ción.


En todo caso, una cosa es el pueblo y otra las minorías orga­nizadas entorno al poder que lo manejan. Las minorías salen del pueblo, sí. Sin embargo, unas se van diluyendo en él a me­dida que se hacen públicas y una parte de su identidad se funde con la del pueblo, y otras se alían para perpetuarse de una u otra forma en el poder, al margen de la forma política que adopte el país y de las vicisitudes que atraviese el pueblo. Las primeras han evolucionado, potencian y promueven el perfec­cionamiento de la democracia aun burguesa. Las segundas se han enquistado en la sociedad a lo largo del tiempo, sea cual sea el marco social y la organización política, y pervierten la germinación de la democracia que no llega a cuajar. Estas son las que predominan y gobiernan siempre en España. Sea con absolutismo o dictadura, sea con república, monarquía o demo­cracia oscura y falseada como la que viene existiendo desde el principio del "sistema" en este país, siempre están presentes en las instituciones o en la sombra de todos los estamentos de la sociedad española. Y por encima de todas, por su impacto di­recto, descuellan la jerarquía religiosa y minorías de magistra­dos y fiscales de la Justicia.


No obstante, mientras que el individuo aislado, aun defor­mado y retorcido por el dogma secular, es sobresaliente (como lo prueba el número de talentos en la investigación, en la in­vención, en la ciencia o en la ingeniería que han descollado y pululan por el mundo), los clanes, familias y castas en el poder, institucional o de hecho, en este país son siempre más o menos las mismas, y actúan como en las naciones del tercer mundo todavía insuficientemente civilizadas. Carecen de conciencia social y atentan gravemente contra los intereses y el bien co­mun, es decir, de la colectividad. Y es que de siglos y siglos de dogma y represión para impo­nerlo, no puede salir nada bueno. Por mucha buena voluntad que haga la "otra" parte de ls sociedad, la habitualmente pos­tergada, los posos de la contracultura de la Inquisición, de la intolerancia y de la trampa no desaparecen fácilmente. La fina inteligencia desde siempre se ha localizado en talentos y genios dispersos que ni siquiera han pertenecido a un círculo intelec­tual o artístico concreto con sede en el país. La inmensa mayo­ría de ellos han tenido que buscar fuera la comprensión y reco­nocimiento que no encontraron aquí. Y ordinariamente quienes se han esforzado en la creación de un espíritu colectivo de altas miras han fracasado: la rivalidad creativa ha sido desplazada por los estragos de la envidia, y la asociación de inteligencias impedida por los egos hasta evitar su fructificación. La acción de las minorías constituidas en lobbys o mafias en el poder lo­cal o central, en el poder judicial y en el de múltiples institu­ciones incluida la Corona, es irrefragable. Lo venimos compro­bando día tras dia.


En su virtud, el caciquismo, el absolutismo monárquico, la dictadura y el modo de interpretar desde 1978 las mayorías ab­solutas establecen por sí solos las enormes diferencias entre unas clases y otras, y entre los gobernantes y la ciudadanía. Todo, al margen de las distancias emanadas de las reglas del mercado manipuladas por las élites.


Por otra parte, los rasgos más vergonzosos en la considera­ción de la pública opinión (envidia, rencor, prepotencia, con­tumacia y el nulo aprecio por el pensar profundo), potenciados por teologías de milenios (presentes consciente o inconscien­temente en la sociedad hispana), confluyen en la inteligencia de los clanes dueños de este país a lo largo de los siglos; una inte­ligencia colectiva que nada tiene que ver con la predominante en la Vieja Europa.
En suma, España, el pueblo, nunca ha dejado de padecer a di­rigentes tremendistas, caciquiles y tramposos que retardan se­cularmente la elevación intelectiva del país a los niveles en que se encuentra la mayoría de los demás países europeos (inclui­dos los surgidos de la desmembración de la Unión Soviética). Lo peor es que la situación parece conducirnos a otro invierno social sin retorno, a un reiterado retraso clamoroso respecto a la gran Europa de las dos guerras mundiales. Porque, desgra­ciadamente, hasta que España no haga la revolución Europa le sacará la suficiente ventaja en derechos humanos, en categoría moral y en bienestar material como para seguir siendo éste un país dominado por unos puñados de personajes sin escrúpulos, donde la única esperanza, ya, es ser la taberna más soleada de Europa.
 

DdA, X/2.530

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