Pedro L. Angosto
En
“En Das ersteleben der Ángela M” (La primera vida de Ángela Merkel),
libro que acaba de aparecer en Alemania, los periodistas Ralf Georg
Reuth y GüntherLachman, basándose en cientos de testimonios orales de
personas que trabajaron y militaron con a ella a su lado, afirman que la
canciller alemana no sólo fue, como ella admite, militante de las
Juventudes Comunistas de la antigua República Democrática alemana, sino
que ocupó la Secretaria de Agitación y Propaganda y colaboró con la
Stasi, la policía política de Erich Honecker.
La pertenencia a las juventudes comunistas de Merkel podría haber
sido algo parecido a lo que ocurría aquí durante el franquismo, cuando
la inmensa mayoría de los jóvenes fueron miembros obligados de la OJE.
Lo grave del caso es que Merkel comenzó a militar cuando el régimen
empezaba a descomponerse y que ocupó cargos de la máxima relevancia, que
su pregonado pragmatismo le llevó a entrar en la CDU, Unión Cristiano
Demócrata, muy poco después de la caída del muro de Berlín y que para su
meteórica ascensión contó con el aval de dos destacados miembros del
Partido Comunista de la RDA, repentinos conversos democristianos como
ella y depurados después por su pasado prosoviético.
Estos datos personales ayudan a conocer la personalidad de quien hoy,
por asentimiento del resto de los líderes europeos, rige los destinos
de Europa sin que nadie ose toserle. Nada tendría de extraño que Merkel,
que viajó varias veces a Gori, localidad natal de Stalin, y a Moscú
para rendir homenaje al dirigente soviético, hubiese evolucionado
políticamente con el tiempo, lo que si choca estrepitosamente con la
razón es ese cambio radical que ella intenta justificar hablando de
pragmatismo vital y que no es otra cosa que oportunismo logrero de
diccionario.
Es muy posible que si la RDA siguiese existiendo, hoy Merkel ocupase
un destacado cargo en la política de ese país, pero como no existe y
ella sólo se rige por el pragmatismo optó por ocuparlo en la nueva
Alemania y en la vieja Europa, encargándose de pasar a la historia por
ser la persona que está colaborando con más ahínco a la destrucción del
estado del bienestar europeo que, en buena parte surgió como respuesta
occidental a la supuesta “amenaza” de su querida Unión Soviética. Se ha
hablado mucho del peligro que esconden en su interior los conversos, y
como muestra sirva el ejemplo del Inquisidor español Torquemada, quien
con sangre judía en sus venas no dudó en perseguir con saña a los suyos
hasta el extremo de ser uno de los impulsores del Edicto de Granada que
decretaba su expulsión de los territorios de sus católicas majestades.
Con esos antecedentes, con esos cambios de ideología tan
incomprensibles como carentes de coherencia, es muy fácil entender el
comportamiento de Merkel, convertida hoy en máxima adalid de las
políticas económicas más ultraliberales del mundo, incluido Estados
Unidos. Pero no es ella la única responsable. Ni su personalidad, ni su
capacidad política, ni, por supuesto, su carisma, del que carece por
completo, le habrían permitido llegar hasta donde hoy está ni hacer lo
que hace si antes no hubiesen ocurrido otras cosas.
La primera de ellas fue la calamitosa decisión de Mitterand al dar su
visto bueno, pese a los consejos contrarios de sus asesores, para que
el Banco Central Europeo tuviese su sede en Alemania y fuese dirigido de
facto por el gobierno alemán; la segunda, el apoyo incondicional de
toda Europa a la unificación alemana, proyecto que se tragó miles de
millones de euros y que ha condicionado la deriva autoritaria y
germanocentrista de la política de ese país; y la tercera, la ampliación
incomprensible de la UE a veintisiete países cuando todavía no se había
avanzado lo suficiente ni en el camino de la cohesión social, ni en el
de la unión política de los países que hasta entonces la componían,
dando lugar a un monstruoso ente ingobernable que lleva en su interior
la semilla de la autodestrucción.
Si a los tres factores antes enunciados, añadimos que el Reino Unido
no tiene amigos ni enemigos sino intereses, que sus alianzas con otros
países sólo pretenden sacar su particular beneficio sin arriesgar nada,
tenemos de nuevo encima el problema de la Gran Alemania, una país
dirigido por una excomunista hoy muy cristiana, que cuenta con un
inmenso vivero de mano de obra barata en los países que antes formaron
parte del bloque soviético y en los mediterráneos, que ha aprendido de
los británicos más de lo posible sobre el interés particular y que
ordena la política económica europea a su antojo a través del Banco
Central Europeo, que no es sino una sucursal del Deutsche Bank y del
Bundestag.
Sólo así se comprende que los únicos bancos europeos que no hayan
sido examinados con minuciosidad por las autoridades financieras, pese a
las muchas sospechas que hay sobre su solvencia, hayan sido los
alemanes; que el susodicho banco central no se haya convertido en algo
parecido a la Reserva Federal Norteamericana y se dedique a prestar a
los bancos al uno por ciento para que, tras subir artificialmente la
prima de riesgo de los países periféricos, se dediquen a comprarles
deuda al cinco por ciento; que sean la banca alemana, que prestó a
mansalva para que fuesen posibles las burbujas inmobiliarias de España,
Grecia e Irlanda, y el Estado alemán los principales beneficiarios de
los movimientos especulativos urdidos en torno a las deudas soberanas;
que no fluya el crédito ni a las empresas ni a los consumidores de
países como España o Italia; que la pobreza sea una realidad que recorre
Europa con botas de siete leguas y que el modelo económico, social y
político que hasta hace unos lustros imperaba en el continente esté
siendo demolido del mismo modo que lo fue el muro de Berlín.
Ángela Merkel es un personaje de la misma escuela que Putin, una
conversa de la peor calaña, pero sería ingenuo achacar a ella tal
capacidad de hacer daño. Sucede que a veces, en la historia, personajes
menudos como Hitler o Franco, se encaraman al poder de modo extraño y
resumen en ellos los peores anhelos del alma perdida de sus países.
Ángela Merkel no cree en la Unión Europea, tampoco en el Euro, no cree
absolutamente en nada más que en ella, pero ahí está, y seguirá
defendiendo su europeísmo mientras Europa sirva al engrandecimiento de
Alemania y al suyo propio. No hay nada más terrible que dejar a una
mediocre rodeada de mediocres ciegos de codicia el libro blanco de la
historia para que lo escriban a su capricho. Y eso es lo que está
haciendo Merkel ante la pasividad de los ciudadanos de su propio país,
que entre parados y “minijobs” tiene más de catorce millones de
personas, y los del resto de la Unión. Y lo conseguirá, Merkel y los
suyos están escribiendo, de nuevo, la historia de la destrucción de
Europa. En nuestras manos, como siempre y como todo, está evitarlo. No
queda demasiado tiempo.
Economy Journal
DdA, X/2.529
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