Realmente no sé si disculparme
por un amago de petulancia o por mi ignorancia, pero de Lampedusa solamente conocía a
Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, autor de la magnífica novela “Il
Gattopardo”, llevada a la pantalla por
Luchino Visconti en 1963 e interpretada por un portentoso Burt Lancaster
en el decadente papel de don Fabrizio Corbera, príncipe de Salina. Ha pasado
mucho tiempo y mucha muerte hasta que identifiqué en el mapa una mínima
cagarruta de mosca con la isla de la vergüenza a donde parece que han decidido
ir a morir miles de habitantes del África oscura como ballenas desnortadas. Sus
áridos 20 kilómetros cuadrados de superficie, distantes 113 kilómetros de Túnez
y 205 kilómetros de Sicilia, son testigos de la mortandad de las oleadas de
inmigrantes que se acercan a sus costas como polillas a la luz.
El mar de la Muerte, como se ha
llamado también al Mediterráneo, parece cobrar actualidad cuando las muertes se
cuentan por cientos, las cámaras se enamoran de los ojos desorbitados de los
niños inmigrantes, de la panza de una muchacha embarazada o del llanto del
Papa Bergoglio clamando contra la “vergogna” y la
globalización de la indiferencia, para luego caer en el hastío de tanto dolor
hasta la próxima andanada de muertos.
Si no fuera por la voracidad de
los peces quizás los lechos mediterráneos estarían tapizados de restos de
navíos, de ánforas de aceite y vino, sí, pero también de cadáveres de quienes
quisieron huir en numerosos momentos de la historia de la miseria y el infortunio.
Y no solo Lampedusa o las costas
del sur de Italia, también están las islas griegas como plataformas de llegada
o el sur de España, tan cerca del norte de África que parece imposible que
desde 1988 se hayan contabilizado más de 20.000 fallecidos en los apenas 14
kilómetros que separan África de Europa. Y los miles de desaparecidos en las
frías aguas del océano Atlántico al naufragar los cayucos que se hacen a la mar
desde Senegal o Mauritania en busca de las Islas Canarias en una travesía letal
de días e incluso semanas.
Terribles los relatos de los
supervivientes, narrando la indiferencia de los pesqueros e incluso de los
patrulleros ante sus dificultades. También la sensación de impotencia de la
Europa desarrollada ante una avalancha prácticamente imposible de atajar por muy
espectacular que resulte el despliegue de navíos de guerra y otros medios de
disuasión masiva.
Mientras, en la confortable Europa surgen y crecen movimientos populistas, racistas y xenófobos alimentados por políticos sin escrúpulos que azuzan en un sector de la población el miedo al nuevo, al distinto y a quien pide las migajas de la mesa del banquete. Racismo, xenofobia y egoísmo.
Mientras, en la confortable Europa surgen y crecen movimientos populistas, racistas y xenófobos alimentados por políticos sin escrúpulos que azuzan en un sector de la población el miedo al nuevo, al distinto y a quien pide las migajas de la mesa del banquete. Racismo, xenofobia y egoísmo.
Solo resta la sublimación del
egoísmo: la elaboración de un nuevo plan Marshall hacia el África emigrante,
antigua colonia europea esquilmada, de modo que el desarrollo económico de los distintos países permita a
sus habitantes una vida digna y los desaliente de emprender aventuras mortales.
El gatopardismo se expresó de una manera quizás contradictoria con la frase: "Si
queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".
Una gigantesca ayuda al
desarrollo motivada por un descarnado egoísmo. ¿Por qué no?
DdA, X/2.515
No hay comentarios:
Publicar un comentario