Pedro Miguel Arce
A Fidel Castro podrá regateársele muchas cosas pero no esa mezcla precisa e
irrepetible de realismo y espíritu visionario que le permitió encabezar
una revolución socialista y soberanista a tres olas de distancia de Estados Unidos,
mantenerse al mando durante más de 40 años, incluso con el viento
internacional radicalmente en contra, y soltar el poder y retirarse a
una vejez apacible. Por eso me resultó impactante la importancia que el
antiguo guerrero y estadista jubilado atribuyó, a mediados de 2010, al
surgimiento de Wikileaks en la escena política mundial. Es cierto que la organización de las filtraciones ya llevaba, para entonces, mucho camino andado, pero no cobró celebridad sino con la revelación de los documentos secretos del Pentágono sobre las guerras de Irak y Afganistán.
“Internet ha puesto en manos de nosotros la posibilidad de comunicarnos
con el mundo. Con nada de esto contábamos antes (…) Estamos ante el
arma más poderosa que haya existido, que es la comunicación.” O bien:
gracias a Wikileaks “no harán falta las revoluciones”; de hecho, a esa
organización “habría que hacerle una estatua”.
Castro aludía, a mi modo de ver, al
surgimiento de un nuevo instrumento para transformar el mundo, algo
distinto a las guerrillas, las insurrecciones, las huelgas generales o
las elecciones, y me resultó significativo que alguien tan persistente
como él en las ideas que dominaron el siglo XX mostrara semejante
apertura a los nuevos escenarios abiertos por la transformación
tecnológica. Tenía razón.
Los expedientes de los crímenes de lesa humanidad perpetrados por Washington en Irak y Afganistán no fueron un campanazo aislado de Wikileaks. En
cuestión de meses esa organización realizó una nueva liberación masiva
de documentos, los cables del Departamento de Estado, que representaron
un golpe demoledor para el poderío mundial de Estados Unidos. Si las
revelaciones de mediados de 2010 permitieron ratificar que las tropelías
de Abu Ghraib no eran un hecho aislado sino parte de un patrón de
violaciones sistemáticas a los derechos humanos, los cables
diplomáticos, distribuidos unos meses después, pusieron en evidencia que
Washington ejerce una suerte de gobierno mundial a través de su red de
embajadas y consulados en el planeta. Esas tres revelaciones al hilo
fueron para Estados Unidos un impacto político tan severo como lo fue el
golpe moral causado por los atentados del 11 de septiembre de 2001. Con
una diferencia ética y jurídica sustancial que el propio Julian Assange me hizo ver en nuestro primer encuentro: “nosotros no causamos ni un muerto”.
Y por más que en la difusión electrónica,
con propósitos informativos, de documentos gubernamentales no hay
delito alguno argumentable, la Casa Blanca colocó de inmediato a
Wikileaks y a su fundador en la lista de enemigos mayúsculos, junto con
Al Qaeda, Irán y Corea del Norte. La cacería judicial y policial, el
bloqueo financiero, el bombardeo propagandístico, el acoso cibernético
y las acechanzas de toda clase fueron puestas en marcha desde ese 2010
por Estados Unidos y sus cuatro socios mayores en el espionaje y el
negocio de la seguridad: Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva
Zelanda. Empezó entonces la saga por la que Chelsea Manning se encuentra actualmente presa en una cárcel militar estadunidense, y Assange, refugiado en la embajada de Ecuador en Londres.
En la entrevista realizada en ese
recinto diplomático en junio pasado, el australiano moderó las
elogiosas expresiones que para con él y su organización había formulado
Fidel Castro y delimitó el papel de Wikileaks a lo siguiente: el haber
transformado Internet y las tecnologías de la
información en un nuevo campo de lucha política y el haber politizado a
la generación para la cual el uso de las redes resulta consustancial.
Más acá de lo dicho por el dirigente
cubano, y salvando las proporciones, es evidente el paralelismo entre la
causa histórica de la isla y la razón y la circunstancia de Wikileaks:
por un lado, una pequeña nación que se enfrenta al país más poderoso del
mundo, lo derrota y mantiene viva, contra viento y marea y bloqueo y
sabotajes y amenazas, la causa de su autodeterminación; por la otra, una
organización minúscula, en términos numéricos y financieros, que
desafía a los poderes institucionales y fácticos del planeta a fin de
desenmascararlos y evidenciarlos ante las sociedades. Y no es lo de
menos, en ese paralelismo, es que la hostilidad provenga, en ambos
casos, del mismo agente histórico: el gobierno y los poderes
corporativos de Estados Unidos.
Sin embargo, el primer encuentro cara a
cara entre Cuba y Wikileaks tuvo lugar el 26 de septiembre pasado, en La
Habana, y ocurrió por medio de una videoconferencia sostenida entre
Assange y un grupo de blogueros y periodistas cubanos. Salvar las
dificultades tecnológicas que implicaba semejante encuentro fue una
tarea formidable por los problemas de telecomunicaciones que, en parte
por el bloqueo estadunidense, y en parte por rezagos harto complicados,
enfrenta la isla. El hecho es que, gracias al tesón de Herminia
Rodríguez, directora del Instituto Internacional de Periodismo José
Martí, de los propios jóvenes –y no tan jóvenes– blogueros y de
periodistas profesionales y entusiastas, fue posible obtener un local y
una conexión con el mínimo ancho de banda requerido para una
videoconferencia artesanal. Pero a fin de cuentas, unos minutos después
del mediodía cubano, unas cuarenta o cincuenta personas hacinadas vieron
aparecer en la proyección de la pantalla de computadora la figura
célebre del australiano y su voz grave, que en algo desentona con su
aspecto aniñado, salió por las bocinas: “¿Cuba, me escuchas?” Y entonces
un aplauso prolongado rompió la tensión y la espera.
Assange apareció con un listón amarillo
en la camisa y eso le valió la simpatía inmediata de la audiencia: ese
símbolo han escogido los cubanos para demandar la liberación de sus cinco compatriotas
que permanecen presos en Estados Unidos por haber infiltrado a
organizaciones terroristas del exilio para obtener información que
permitiera prevenir atentados. No sólo fue explícito en su solidaridad
con los cautivos sino que abordó extensamente la circunstancia de Cuba
y se declaró dispuesto a aprender de la isla, que ha sobrevivido a
cinco décadas de bloqueo; explicó a la audiencia el sentido de la lucha
de Wikileaks, abordó el control de las sociedades por los medios
corporativos en Occidente y señaló que “Cuba no debe temer a la verdad,
sino a la mentira”. Respondió a preguntas del público y dijo muchas
otras cosas, y todas ellas conmovieron a los presentes. Si quieren ver
el video, hay una versión subtitulada y editada por La Jornada (http://youtu.be/x42S5okQoho) y la grabación original, difundida por Cubadebate (http://youtu.be/4n762185A-8).
El diálogo tuvo una resonancia
extraordinaria en la isla: la noticia fue cubierta por todos los
diarios, apareció en los noticieros de televisión de esa noche y de la
mañana siguiente y, el lunes 30 de septiembre, la intervención de
Assange, de casi una hora, fue televisada íntegra en el legendario
programa “Mesa Redonda” y comentada por tres destacadas periodistas: Rosa Miriam Elizalde, Milena Recio y Cristina Escobar.
Lo único deplorable es que ese apretón de
manos no hubiera ocurrido antes y que haya sido virtual. Lo primero es
irremediable; lo segundo, no: tengo la convicción de que más pronto que
tarde la persecución contra Wikileaks se derrumbará, como se derrumban
todas las construcciones estúpidas, y que Julian Assange estará en La
Habana tomándose un mojito.
DdA, X/2.514
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