Si fuéramos
pasajeros de un ómnibus que recorre un camino de cornisa conducido por
un chofer sordo a alta velocidad seguramente entraríamos en pánico y
comenzaríamos a gritar desesperados. Pero seguramente llegará un momento
en que nos daremos cuenta de que gritar no resuelve el problema e
intentaremos que el chofer se detenga para bajarnos del ómnibus o
reemplazar al chofer. Los tiempos que corren nos presentan situaciones
que amenazan con romper el equilibrio del mundo y de los que habitamos
en él.
Sin caer en tremendismos apocalípticos o infundados, es razonable la
preocupación por cuestiones que se agudizan a pesar de las continuas
advertencias de organismos y personas conscientes de los problemas. Esos
mensajes y advertencias permanentes son como los gritos de los
pasajeros que advierten que si el ómnibus no frena se va a estrellar,
habrá muertos y heridos, y el vehículo se convertirá en chatarra para
vender. La ONU y sus agencias, las ONG, los movimientos sociales, las
organizaciones ecologistas o altermundistas, el Papa y otros tantos
líderes mundiales viven dando advertencias, denunciando situaciones
intolerables, señalando que este mundo se desplaza a gran velocidad por
una cornisa. Pero los grandes responsables a nivel mundial –los países
ricos, las corporaciones multinacionales, los organismos financieros–
son como el chofer sordo que no suelta el volante, ni escucha los
gritos, ni se preocupa por los pasajeros, ni cambia la ruta.
Con motivo de la Jornada Mundial de la Alimentación, que nos
presenta “uno de los desafíos más serios para la humanidad: el de la
trágica condición en la que viven todavía millones de personas
hambrientas y malnutridas, entre ellas muchos niños”, el papa Francisco
envió un Mensaje al Director General de la FAO. Sin ninguna duda el
hambre de 870 millones de personas en un mundo de siete mil millones de
habitantes donde la potencialidad productiva sería capaz de alimentar
casi al doble, a 12 mil millones, es un dato tan escalofriante como
incomprensible. “Es un escándalo que todavía haya hambre y malnutrición
en el mundo”, dice el Papa. El mandato del sistema es acumular a
cualquier precio, los fuertes prevalecen en el afán de acumulación y los
débiles son las víctimas. La ley de la selva tiene sentido sólo en la
selva. Pero el capitalismo neoliberal se sustenta básicamente en la
premisa del mercado como espacio absoluto donde se decide el destino,
donde mandan los fuertes que no sólo se enriquecen sino que también son
los que ponen las reglas para que esta dinámica se perpetúe.
El endeudamiento impagable de los países pobres –trampa mortal
inducida por los países ricos– genera hambre. Se calcula que Africa,
actualmente, devuelve en concepto de intereses de la deuda una cantidad
cuatro veces superior a la que recibe en la partida de ayudas para el
desarrollo. Los acreedores, en general países ricos prestamistas,
presionan de acuerdo con sus intereses para que los países pobres
recauden para pagarles exportando las materias primas que producen. De
ese modo –este sería otro elemento causal– los países endeudados pierden
su soberanía alimentaria, es decir su capacidad de aplicar al consumo y
necesidad propia los alimentos que producen al verse obligados a
exportarlos. No obstante, muchos países pobres intentan destinar
productos propios al consumo interno, pero el libre mercado los amenaza
con productos importados mucho más baratos. Podríamos mencionar también
la especulación financiera con los alimentos, en especial después de la
crisis de 2008. Especular es buscar la ganancia por encima de darle al
producto su destino final. Especular con alimentos significa muchas
veces acaparar o retirar del mercado (e incluso tirar a la basura)
alimentos para manipular el precio de acuerdo con la propia ganancia y
no con la necesidad. A esto ha contribuido también el uso de materias
primas para fabricar combustibles frente a la pronosticada escasez del
petróleo. Los agrocombustibles han crecido en su rentabilidad y esto ha
potenciado la especulación. A pesar de que contaminan 35 por ciento
menos que los combustibles fósiles, para aumentar las tierras
disponibles para producirlos ha crecido un 25 por ciento la
deforestación. Estamos en la misma.
“Algo tiene que cambiar en nosotros mismos, en nuestra mentalidad,
en nuestras sociedades”, destaca el papa Francisco, señalando que un
“paso importante es abatir con decisión las barreras del individualismo,
del encerrarse en sí mismos, de la esclavitud de la ganancia a toda
costa; y esto, no sólo en la dinámica de las relaciones humanas, sino
también en la dinámica económica y financiera global”.
Pero tendrá que haber un momento –tal vez ya estemos en él– en que
nos demos cuenta de que gritarle a un sordo no surte efecto. Si el sordo
indiferente no te escucha, al menos es importante que te vea, y le
obstruyas el camino. Son necesarios los gestos, la rebeldía y la
oposición. Algo de eso va surgiendo –aunque de modo caótico– en los
“indignados”. Pero como Iglesia quizá no los estemos acompañando,
miramos desde fuera como hemos visto desde fuera al mundo antes del
Concilio Vaticano II. Pareciera que en el presente también nos es
costoso implicarnos en búsquedas simbólicas de la justicia global y en
manifestaciones de rebeldía colectiva pacífica contra la causa última de
tantas desgracias. Es más frecuente ver a la Iglesia y sus miembros
implicados en manifestaciones públicas sobre temas relacionados con la
familia o la moral sexual. Cómo le cuesta a la Iglesia canonizar (aunque
el pueblo muchas veces ya los venera en su religiosidad) a los santos
rebeldes como Oscar Romero y tantos mártires latinoamericanos.
No basta con la suma de la moral individual, hay que elaborar
respuestas colectivas. No nos bastan los documentos de la doctrina
social, hemos de pensar y ejecutar acciones directas contra las causas
del hambre, descartando la violencia pero asumiendo los riesgos de
generar conflictos y de perder privilegios. No podemos pensar que sólo
las colectas o los paliativos resolverán el problema gravísimo del
hambre, más allá de nuestra fidelidad incondicional a estar cerca de los
que sufren hambre: “tuve hambre y me diste de comer” (Mt, 25). Hemos de
apoyar institucionalmente y participar en las iniciativas que existen
en las redes de la economía social y solidaria, el cooperativismo, el
comercio justo, etc., buscando construir un nuevo paradigma, el de la
cooperación, la gratuidad, la reciprocidad, la solidaridad. Hemos de
acompañar, apoyar y participar en los movimientos antiglobalización, el
Foro Social Mundial u otras iniciativas regionales. Debemos superar
también las barreras confesionales y elaborar estrategias de
construcción social con todos los espacios sociales, religiosos o laicos
que busquen lo mismo. Muy posiblemente muchas de estas iniciativas
estén prontas a germinar y muchas ya van dando frutos. Pero para que
tengan un efecto decisivo, deben tener raíces colectivas.
También pienso que el concepto de “comunión” en la Iglesia debiera
ir más allá de la mera desobediencia de sus normativas canónicas. La
comunión tiene que ver con el amor y la ruptura de la comunión tiene que
ver con el pecado y la injusticia en especial contra los pobres. Ser
responsables del hambre y la miseria es un pecado contra la comunión
mucho más grave que apoyar el sacerdocio femenino. Hemos visto en
Argentina tirar litros y litros de leche al suelo para protestar por el
precio y acumular durante meses el grano en los silos. ¿Seríamos capaces
de poner fuera de la comunión de la Iglesia a los responsables de estos
atropellos si se confiesan cristianos?
La sordera no se cura con gritos, hay que rebelarse contra el chofer
y evitar que el ómnibus se haga pedazos sino que siga su viaje.
TAMPOCO LA SED DE LOS POBRES, PAPA FRANCISCO
DdA, X/2.514
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