El cielo está desde el domingo más lleno que un vagón del Metro en hora
punta. No hay cielo para tanto mártir, en otras palabras. Los ángeles
encargados de los andenes no daban abasto a empujar almas para dejarlas
bien embutidas en los estrechos límites de la gloria bendita. Hasta San
Pedro ha puesto el grito en el cielo (valga la redundancia): “no me
mandéis beatos de 500 en 500, hombre, que esto es un sindios. Con
perdón”. La Iglesia-espectáculo volvió a montar este fin de semana una
de sus galas favoritas, consistente en dejar bien claro quiénes son los
buenos y quienes los malos a ojos de ese Dios que ellos creen
administrar e interpretar en exclusiva. El Dios de la misericordia es,
finalmente, un señor que expide carnés de santidad a través de sus
burócratas con alzacuello. En esa oficina vaticana solo algunas personas
consiguen pases de honor para la eternidad: las que superan el estrecho
embudo de los estrictos monseñores que añoran los mejores tiempos de
cristianismo de masas, el miedo al infierno, el catecismo del padre
Astete y los cines cerrados en Semana Santa (ahora cierran por culpa de
Montoro). Llama la atención que alguien deba llevar setenta años muerto
para ser declarado mártir cuando la actualidad inmediata está llena de
ellos. Sin ir más allá, los 400 muertos de Lampedusa son unos mártires
recientes, de la semana pasada, aún están sin enterrar algunos de ellos,
pero jamás serán beatificados, ni se les reconocerá mérito divino de
ninguna clase aunque hayan sido martirizados y asesinados por un sistema
económico y político tan violento y desalmado como el miliciano
borracho que le dio matarile al fraile de turno hace setenta años. El
cardenal Rouco dirá que los beatos del espectáculo del domingo son
mártires con todos los honores porque murieron a causa de su fe en Dios,
su esperanza en ir al cielo y mostrando caridad para con sus verdugos.
Seguramente es así, pero uno piensa que, puestos a comparar mártires,
los de Lampedusa murieron también como consecuencia de su fe en una vida
mejor, luchando con la esperanza de sacar a sus hijos de la miseria
eterna y, al fin, abandonados a su suerte por la total ausencia de
caridad de sus semejantes. Todos ellos reclaman algún tipo de gloria en
el fondo del mar como otros lo hacen en el fondo de las cunetas. Para
ellos, el cielo puede esperar.
DdA, X/2.511
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