Félix Población
Miles de buitres callados
van extendiendo sus alas,
no te destroza, amor mío,
esta silenciosa danza,
maldito baile de muertos,
pólvora de la mañana.
Al alba, Luis Eduardo Aute
Han pasado ya algunos días desde la fecha en que fueron ejecutados hace 38 años las últimas víctimas de la dictadura franquista. Muchas
veces me pregunté por la vida de
los ejecutores de esos cinco últimos asesinatos cometidos el
26 de septiembre de 1975. Como muchos españoles jóvenes en esos años
llegué a pensar con
horror y error que quienes fusilaron a aquellos dos jóvenes militantes
de ETA y tres del FRAP, enfrentándose a la oposición de la opinión
pública
internacional encabezada por el propio pontífice de Roma, podrían haber
sido soldados de reemplazo, algo que por generación me hubiera podido
tocar. Creo estar convenido de que jamás hubiera cumplido tal orden,
fuera cual fuese la identidad y los cargos que pesaran sobre los
condenados.
Pero
no, quienes cometieron esos últimos crímenes de Estado bajo el mandato
del dictador, teniendo en contra a quince países europeos que retiraron a
sus embajadores en España en señal de protesta, fueron guardias civiles y
policías nacionales del servicio
de información, que se presentaron a cumplir ese cometido de modo
voluntario. A Juan Paredes Manot (Txiqui) lo fusilaron en el cementerio
de Collserolla, en el extrarradio de Barcelona. A Ángel Otaegui, su
compañero de ETA, lo
mataron en la prisión de Burgos. A los tres restantes, miembros del
FRAP, José Luis Sánchez
Bravo, José Humberto Baena Alonso y Ramón García Sanz, los ejecutaron
en el campo de tiro de Matalagraja, en la localidad madrileña de Hoyo de
Manzanares.
Fueron
tres, en este último caso, los pelotones de policias y guardias civiles -compuestos cada uno
de diez números, un sargento y un teniente-, que se encargaron
respectivamente de las ejecuciones. Insisto que todos sus integrantes se
presentaron con carácter voluntario. Según cuenta Alfredo Grimaldos en
su excelente libro Claves de la Transición 1973-1986 (para adultos),
ningún personal civil presenció los fusilamientos, salvo -en el caso de
los tres últimos- el párroco de Hoyo de Manzanares, a quien despertaron
de madrugada en su casa para que diera la extremaunción a los tres condenados, pese a
que ninguno de ellos era creyente.
Un cuarto de siglo después de presenciar aquellas muertes, don Alejandro contó en el programa Crónica de una generación, elaborado por El Mundo TV para Antena 3
y en el que el propio Grimaldos, con Antonio Rubio y Manuel Cerdán
figuraban como investigadores, que además de los policías y guardias
civiles que participaron en los piquetes, "había otros que llegaron en
autobuses para jalear las ejecuciones y algunos se acercaron a mí para
amenazarme. Cuando fui a dar la extremaunción a uno de los chicos
fusilados, aún respiraba. En ese momento se acercó el teniente que
mandaba el pelotón y le dio el tiro de gracia, sin darme tiempo a
separarme del cuerpo caído. La sangre me salpicó. No he dejado de tener
pesadillas ninguna noche de mi vida".
Desde
aquella distante fecha no he dejado de preguntarme por la vida de los
ejecutores y por sus sueños cada vez que se cumple el aniversario de
aquellos hechos, pues creo que si don Alejandro no ha podido liberarse
de las pesadillas ni una sola noche de su vida por haber asistido a los
fusilamientos, me parecería que otro tanto debería haberles ocurrido,
como mínimo, a quienes se prestaron voluntariamente a ejecutar la
máxima pena. ¿O es que cuando se mata así la conciencia está de más?
DdA, X/2.505
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