lunes, 7 de octubre de 2013

EL ALBA DE DON ALEJANDRO, EL CURA DE HOYO DE MANZANARES


Félix Población
Miles de buitres callados
van extendiendo sus alas,
no te destroza, amor mío,
esta silenciosa danza,
maldito baile de muertos,
pólvora de la mañana.

Al alba, Luis Eduardo Aute

Han pasado ya algunos días desde la fecha en que fueron ejecutados hace 38 años las últimas víctimas de la dictadura franquista. Muchas veces me pregunté por la vida de los ejecutores de esos cinco últimos asesinatos cometidos el 26 de septiembre de 1975. Como muchos españoles jóvenes en esos años llegué a pensar con horror y error que quienes fusilaron a aquellos dos jóvenes militantes de ETA y tres del FRAP, enfrentándose a la oposición de la opinión pública internacional encabezada por el propio pontífice de Roma, podrían haber sido soldados de reemplazo, algo que por generación me hubiera podido tocar. Creo estar convenido de que jamás hubiera cumplido tal orden, fuera cual fuese la identidad y los cargos que pesaran sobre los condenados.

Pero no, quienes cometieron esos últimos crímenes de Estado bajo el mandato del dictador, teniendo en contra a quince países europeos que retiraron a sus embajadores en España en señal de protesta, fueron guardias civiles y policías nacionales del servicio de información, que se presentaron a cumplir ese cometido de modo voluntario. A Juan Paredes Manot (Txiqui) lo fusilaron en el cementerio de Collserolla, en el extrarradio de Barcelona. A Ángel Otaegui, su compañero de ETA, lo mataron en la prisión de Burgos. A los tres restantes, miembros del FRAP, José Luis Sánchez Bravo, José Humberto Baena Alonso y Ramón García Sanz, los ejecutaron en el campo de tiro de Matalagraja, en la localidad madrileña de Hoyo de Manzanares.

Fueron tres, en este último caso, los pelotones de policias y guardias civiles -compuestos cada uno de diez números, un sargento y un teniente-, que se encargaron respectivamente de las ejecuciones. Insisto que todos sus integrantes se presentaron con carácter voluntario. Según cuenta Alfredo Grimaldos en su excelente libro Claves de la Transición 1973-1986 (para adultos), ningún personal civil presenció los fusilamientos, salvo -en el caso de los tres últimos- el párroco de Hoyo de Manzanares, a quien despertaron de madrugada en su casa para que diera la extremaunción a los tres condenados, pese a que ninguno de ellos era creyente.

Un cuarto de siglo después de presenciar aquellas muertes, don Alejandro contó en el programa Crónica de una generación, elaborado por El Mundo TV para Antena 3 y en el que el propio Grimaldos, con Antonio Rubio y Manuel Cerdán figuraban como investigadores, que además de los policías y guardias civiles que participaron  en los piquetes, "había otros que llegaron en autobuses para jalear las ejecuciones y algunos se acercaron a mí para amenazarme. Cuando fui a dar la extremaunción a uno de los chicos fusilados, aún respiraba. En ese momento se acercó el teniente que mandaba el pelotón y le dio el tiro de gracia, sin darme tiempo a separarme del cuerpo caído. La sangre me salpicó. No he dejado de tener pesadillas ninguna noche de mi vida".

Desde aquella distante fecha no he dejado de preguntarme por la vida de los ejecutores y por sus sueños cada vez que se cumple el aniversario de aquellos hechos, pues creo que si don Alejandro no ha podido liberarse de las pesadillas ni una sola noche de su vida por haber asistido a los fusilamientos, me parecería que otro tanto debería haberles ocurrido, como mínimo, a quienes se prestaron voluntariamente a ejecutar la máxima pena. ¿O es que cuando se mata así la conciencia está de más?

DdA, X/2.505

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